Conversaciones con Beatriz Escalante. Segunda parte

Por Armando Noriega

Capítulo I. El nacimiento

El silencio de la espera se interrumpió apenas con la cadencia firme de la voz de Beatriz Escalante. Frente a mí no hablaba solamente una escritora, sino una mujer que había levantado un cimiento entero para que otros pudieran habitarlo: el llamado Método Escalante. Lo describía como una suma de pasiones, pero la palabra “suma” se quedaba corta. Era más bien un cruce de caminos: su amor por la lengua española, su necesidad de escribir, y una vocación pedagógica que parecía arderle en la sangre.

No habla de reglas muertas, ni de manuales burocráticos. Lo que defendía era la claridad frente a la necedad, la inteligencia frente a lo irracional. Dice que lo que más la irritaba no es la falta de acentos, ni la confusión entre una zeta y una ese, sino el triunfo de la estupidez sobre el pensamiento. Esa rabia contra lo absurdo fue, en gran parte, el motor de su método.

Beatriz recuerda los años en que se ganaba la vida redactando anuncios publicitarios, como tantos escritores que, antes de entregarse a la literatura, han tenido que someter su pluma al mercado. Sin embargo, en cada palabra de esas campañas se filtraba ya su obsesión por el lenguaje. La publicidad le enseñó que incluso las frases más pequeñas cargan un poder enorme, que cada verbo puede seducir o derrumbar. Esa experiencia, sumada a la ficción que escribía en paralelo, fue alimentando un método que no se gestó en un escritorio aislado, sino en la práctica, en el roce directo con la palabra. 

La tercera raíz de su método —y quizá la más profunda— fue la pedagógica. Me confesó que no lo había notado al principio, pero expertos en su obra le hicieron ver que tanto en su literatura como en sus manuales había una misma pulsión: facilitar el aprendizaje de la lengua, abrir un puente para que cualquiera pudiera cruzarlo. Ttenía razón: bastaba escucharla hablar para sentir que detrás de cada explicación había una urgencia genuina por transmitir, por no dejar que el idioma se nos escapara de las manos.

El Método Escalante no nació en el silencio de un despacho gubernamental, sino en el diálogo constante con los demás. Programas de radio, conferencias, talleres: todos ellos funcionaban como laboratorio vivo. Allí comprobaba que la gente sí tenía hambre de hablar y escribir bien, pero el sistema educativo se había encargado de negarle ese alimento.

“Hace muchos años que no se enseña la lengua española”, sentenció con la misma contundencia con la que otros dictan un diagnóstico médico. Justo en el blanco: revisar los planes de estudio bastaba para confirmar que ni gramática ni ortografía forman parte esencial de la enseñanza. Me explicó con una convicción casi dolida, la ortografía no llega por intuición ni por milagro: si no se estudia, se pierde. Así de sencillo, así de brutal, así de certero. 

Beatriz me habló entonces de un episodio que parecía condensar toda esa frustración. Durante los años de su programa Gramática inolvidable, el secretario de Educación Pública la convocó para dialogar con representantes del sindicato. La idea era renovar los planes de estudio, actualizar la enseñanza de la lengua. Parecía un avance, una esperanza. Sin embargo, no hubo manera. Los sindicatos se negaron incluso a aceptar cambios mínimos, como la eliminación del acento ortográfico en palabras que ya no lo requerían. “Esa resistencia —me dijo— no era solo ignorancia; era populismo, era el miedo a tocar un dogma”. Lo dijo con el gesto de quien carga la certeza de haber peleado batallas contra molinos que, a diferencia de los de Cervantes, sí estaban vivos y eran de carne y hueso e ignorantes. 

Para ella, el resultado de esa cerrazón es un español anticuado, anclado en reglas que ya no corresponden a la realidad, y lo más grave: una población en desventaja frente a países donde la enseñanza de la lengua sigue siendo sólida. “Es gravisicísimo”, repetía, con una urgencia que no era solo académica, sino profundamente política.

Mientras la escuchaba, comprendí que el Método Escalante no era una ocurrencia pedagógica ni un capricho literario: era una defensa. Una defensa contra el deterioro de la lengua y contra la ignorancia funcional que se propaga cuando se deja de enseñar lo esencial. En esa defensa, Beatriz se erigía como una guerrera de la palabra.

Escalante insistía en algo que parecía sencillo, pero que en realidad era la columna vertebral de todo su esfuerzo: mostrar a los hablantes que existen formas correctas de expresarse. A eso se le llama la norma culta de la lengua: una especie de convenio internacional que define cómo se habla correctamente el español en un momento histórico determinado.

No siempre fue así, me explicó con calma. Durante siglos, nadie reparaba en errores que hoy serían inadmisibles. Si alguien decía es divertida la acción y la aventura, nadie corregía esa discordancia. Ahora, en cambio, sabemos que son divertidas la acción y la aventura. El respeto a la concordancia de género y número es un avance que damos por hecho, pero que costó siglos de evolución. “Todos esos refinamientos en el uso civilizado del idioma —dijo con la voz firme— son los que yo quisiera que la gente conociera a través de mi método”.

Sin embargo, Beatriz no hablaba de un sistema rígido ni de un dogma inamovible. La norma culta, para ella, es como una pirámide que se coloca en el centro: un eje común que nos permite comunicarnos en el trabajo, en el comercio internacional, al viajar o al leer un documento oficial. Es el terreno compartido donde todos entendemos lo mismo. Pero alrededor de esa pirámide existen matices, juegos y ambigüedades.

Para ilustrarlo, me lanzó un ejemplo con una chispa de humor:

—Imagina a una mujer muy guapa sentada en un banco sin respaldo. Ella dice: yo vivo de lo que tengo en el banco.

El chiste estaba servido. El “banco” podía ser la institución financiera donde se guardan ahorros, pero también el asiento sin respaldo que sostiene el cuerpo de esa mujer. Una sola palabra, dos significados, un juego que nos recuerda que la lengua no es una cárcel, sino un organismo vivo que se permite dobles fondos.

Ese equilibrio entre la norma culta y la riqueza polisémica era, quizá, el corazón más profundo de su propuesta. Enseñar el idioma no como un corsé, sino como una herramienta para pensar mejor, para reír, para crear, para comunicarnos en serio y también para jugar.

En un momento de la charla, lancé una pregunta que llevaba rato rondando mi cabeza:

—En tu experiencia, querida Beatriz, ¿por qué enseñar ortografía y gramática suele ser visto como algo tedioso? ¿Cómo logras romper con esa percepción en tus libros, llevándolo hacia lo divertido, como ese chiste del banco que acabas de contar?

Ella sonrió, como quien ya tiene una respuesta lista desde hace años.

—Pues mira, tú me preguntabas al principio que cómo se había dado el método Escalante. Al inicio, yo escribí un curso de redacción para escritores y periodistas, que ya hemos platicado en otra entrevista. Me tomó tres años, tres becas, y fue una experiencia maravillosa. Pero en ese mismo tiempo, yo tenía mi programa en Radio Educación, que duró ocho años, y la gente me escribía: Escritora, haga un libro de ortografía, ya haga un libro de ortografía”. Un día dije: bueno, pues sí, voy a hacer un libro de ortografía.

Lo que vino después fue tan inesperado como natural: un cruce entre la disciplina académica y su amor por la música y el baile.

—Como a mí me gusta cantar y bailar —continuó— se me ocurrió que uno de los grandes problemas de las personas eran los acentos. ¿Por qué? Porque aprendemos con la vista, cuando en realidad deberíamos aprender con el oído.

Se inclinó un poco y puso un ejemplo inmediato, como quien se sabe dueña de la escena:

—Si yo te digo la palabra volúmenes, ¿qué oyes? Volúmenes. ¿Dónde está la curva sonora? ¿Dónde suena más fuerte? ¿En la me? ¿En la lu? Claro, en la lu: volúmenes. Es muy fácil ubicarlo.

Con esa claridad pedagógica que le brotaba natural, hizo la analogía que más le gustaba:

—Las reglas de acentuación son como las reglas de tránsito. Si te pasas un alto, te multan. Igual en la ortografía: hay que indicarle al lector dónde debe escuchar esa curva sonora. Para eso existen tres reglas básicas: agudas, graves y esdrújulas. El problema es que nos las enseñaron mal, y todos crecimos confundidos.

Ahí apareció la chispa de su método. Lo que en la escuela parecía árido, ella lo convertía en juego.

—¿Sabes qué hago yo? Te pongo a cantar. Por ejemplo, esa canción de Arjona, Señora de las cuatro décadas. Todas las palabras que aparecen allí son esdrújulas. Te guste o no te guste Arjona, no importa. Lo has oído. Entonces entiendes que esas palabras son esdrújulas.

La lógica era simple, casi traviesa: empezar al revés.

—Primero te enseño las esdrújulas, porque todas llevan acento ortográfico. Está regalado. Cuando oigas una esdrújula, le pones acento ortográfico. Siempre.

El método Escalante se revelaba así como una mezcla de reglas estrictas y pedagogía juguetona: cantar para aprender lo que en los manuales parecía imposible. Una revolución hecha de oído, ritmo y memoria.

Capítulo II. El mariachi de la ortografía

Beatriz Escalante no enseña con tiza ni con pizarrón. No dicta reglas como sargento de academia. Ella convierte la gramática en un espectáculo popular, casi en una fiesta de pueblo.

—Imagínatelo —me dice, encendiendo en el aire un escenario invisible—: un auditorio lleno. Todos sentados, quietos, incrédulos. De pronto, entra un mariachi. Yo comienzo a cantar, y donde hay una esdrújula, ¡todos de pie!

El salón estalla en carcajadas y en movimiento. Nadie se atreve a desafiar la música ni la palabra. A la cuarta canción, hasta el más distraído ya distingue las esdrújulas como si fueran luces de espectacular encendiéndose en la cabeza. Cuando el juego termina, ella reparte café y galletas, porque la ortografía, insiste, también se aprende con alegría y comunidad.

Su Método Escalante invierte el camino de la enseñanza tradicional: empieza con las esdrújulas, las más evidentes, las que siempre llevan tilde, las que suenan con el golpe certero de un tambor. Después, con el público ya domado, introduce las graves, las arrastra como si fueran la culebra que todos bailan entre risas. Finalmente, cuando el terreno está abonado, entrega las agudas envueltas en canciones de México y España, como si fueran postales musicales de la lengua.

El secreto está en la puesta en escena: papeles con letras impresas, un mínimo acompañamiento musical y la regla lúdica que ordena el caos. “Cuando veas una esdrújula, táchala; cuando encuentres una grave, enciérrala; y solo me vas a decir las agudas”, dicta la maestra. Nadie falla. En apenas doce horas, logra lo que la educación tradicional no consigue en años: el reaprendizaje de la acentuación.

Lo cuenta entre risas, pero detrás hay un rigor férreo: la convicción de que la lengua puede ser tan divertida como un baile y tan seria como un reglamento de tránsito. “Las reglas están allí, como los semáforos —dice—, y no respetarlas tiene consecuencias. Pero aprenderlas puede ser una fiesta”.

En su voz, las palabras no son huesos secos; son música, coreografía, disciplina y juego. Yo pienso que quizá el futuro de la ortografía mexicana no esté en las aulas, sino en los auditorios donde un mariachi acompaña la curva sonora de las palabras y el café junto a las galletas esperan. 

Capítulo III. La chispa del buen escribir

La chispa, ese impulso que la llevó a parir un texto que no solo ordena la gramática, sino que la humaniza. No es un manual seco; es una conversación larga, una invitación a reconciliarse con la lengua como quien vuelve a bailar con un viejo amor.

“…de la lengua y del buen escribir”, dice con esa mezcla de orgullo y asombro que solo tienen los que ven crecer una obra más allá de sus propias manos.

Han pasado 27 años desde que aquel libro empezó a usarse. Veintisiete años en los que Redacción y ortografía para escritores y periodistas se convirtió en un manual de referencia en universidades públicas, privadas, en preparatorias y posgrados de México, en América Latina y hasta en España, donde lo estudian para comparar cómo se enseña el español de un lado y del otro del Atlántico. “Eso es encantador”, comenta, con esa sonrisa de quien no planeó un legado pero terminó construyéndolo.

La chispa, recuerda, se encendió mucho antes, cuando enseñaba narrativa, cuento y novela. Apenas tenía 27 años cuando la invitaron a dar clases en la SOGEM, la Sociedad General de Escritores de México, la primera escuela de escritores en toda América Latina.

Era una época en que no existían las miles de escuelas de escritura que hoy pueblan el continente. Entonces, la SOGEM era un oasis, y sus aulas se llenaban de gigantes: Hugo Argüelles, Vicente Leñero, Cohen, Eugenio Aguirre, Gerardo de la Torre, René Avilés Fabila… Nombres que después quedarían grabados en la historia de la literatura mexicana, pero que entonces se sentaban en la misma mesa, compartiendo cigarros, teorías, ejercicios.

Un día, en una comida de la SOGEM, un veterano profesor —Fernández Unsáin— lanzó una sentencia que aún resuena en la memoria de Beatriz: “Los escritores vienen aquí por talento. La redacción y la ortografía se las dejamos a los correctores de estilo”.

Tenía 80 años. Ella, apenas 27. Sin embargo, levantó la mano.
“Está usted equivocado —le dijo—. Su opinión es tan absurda como decir que el color lo manejan los galeristas y no los pintores. Pregúntele a Tamayo, a Picasso, a Dalí. El escritor, como artista de la palabra, debe dominar su idioma por completo”.

La sala quedó en silencio. Beatriz continuó, sin temblar:
“Fíjese lo que logró García Márquez con la puntuación, o Carlos Fuentes, o Vargas Llosa con el hiperbatón en Pantaleón y las visitadoras. Escritor que no conoce su idioma no es escritor: es un mentecato. Nada de que un corrector de estilo puede salvarnos”.

Fernández Unsáin la miró y dijo:
“Qué mujer tan mexicana y tan brava”.

Ella corrigió:
“Brava de aplauso. Brava de feminismo, de fuerza, de convicción”.

Fue entonces cuando él lanzó la invitación:
“Venga a enseñar”.

Aceptó. Fundó la materia de Retórica y gramática en la Escuela de Escritores. Lo paradójico fue que sus primeros alumnos no fueron aspirantes jóvenes, sino los mismos profesores consagrados. Allí, en ese cruce improbable entre maestros y discípula, empezó a tomar forma lo que después sería su libro.

Ella recuerda una anécdota de Woody Allen, de alguna película que ya no logra precisar, donde le preguntaban: “¿Por qué eres escritor?” y él respondía, “Porque nos obligaban en la escuela”. La historia provoca una sonrisa, pero Beatriz la convierte en lección. Es un chiste, explica, destinado a quienes no entienden la broma: quienes carecen de la formación cultural necesaria quedan privados del placer de reírse, de captar las capas de sentido que se esconden entre las palabras.

“No escribimos porque nos obligaron en la escuela —dice—. Escribimos porque queremos”. En sus palabras resuena una declaración de intenciones: ampliar los horizontes del idioma, plasmar historias que no se olviden, retratar su época, denunciar un machismo que persiste. Todo eso es lo que la impulsa a escribir. El humor, la publicidad, la poesía, la buena literatura, todo está tejido con esa capacidad de comprender y jugar con múltiples significados.

El libro, la clase, el método: todos nacen de ese impulso, de esa pasión por hacer que el idioma sea un territorio abierto, un espacio donde cada palabra tenga peso, sentido y también un guiño escondido para quienes saben mirar y escuchar. La escritura, entonces, se convierte en un acto de libertad, en un juego serio donde se entrelazan la creatividad y la disciplina.

Capítulo IV. El miedo a la excelencia

Escalante habla con la serenidad de quien ha observado la vida desde la cumbre de su oficio y, aun así, mantiene la curiosidad de una niña que aprende a leer cada día. Para ella, no hay que temerle al idioma, como no se le debe temer al dinero ni al éxito. En México, explica, persiste un miedo silencioso: la vergüenza de destacar, de ser excelente.

Desde niña, la búsqueda de la excelencia fue su brújula. Los diez perfectos en la escuela no eran sólo calificaciones: eran semillas de una vida construida con disciplina, curiosidad y pasión. Hoy, lamenta, existe un maltrato social hacia quienes sobresalen. La mediocridad, instalada como norma, rechaza la luz de quien brilla. Pero Beatriz ha aprendido a sortearlo.

En su voz retumba el eco de la cultura japonesa, que admira a pesar de su machismo. El honor, la dignidad, la búsqueda de la perfección: valores que resuenan en su método de vida y en sus enseñanzas. La basura que no se tira, la palabra que no se desperdicia, la ética que se mantiene intacta, todo forma parte de un mismo principio: respeto por el entorno, por el idioma y por uno mismo.

Para ella, no se trata de competir con otros, sino de cultivar la excelencia en uno mismo, de ser responsable, de prosperar sin dejarse llevar por los prejuicios ajenos. Cada gesto cotidiano —no tirar basura, respetar a los demás, cuidar la palabra— se convierte en un acto de resistencia, un pequeño triunfo que define la vida de quien aprende a vivir con rigor y alegría.

Capítulo V. Mujeres, verbos y biografías

Beatriz me habla de su fascinación por las mujeres que han dejado huella en la historia de la cultura, la ciencia y las artes. La idea de escribir en primera persona las biografías de figuras extraordinarias surge de un impulso: combinar teoría y práctica, lengua y vida, gramática y humanidad. En su libro de verbos, Patricia Highsmith, Agatha Christie, Gabriela Mistral, Dolores del Río, Marie Curie, Ella Fitzgerald, Coco Chanel, Helena Rubinstein e Isadora Duncan aparecen no como nombres, sino como presencias vivas que enseñan con su ejemplo.

Patricia Highsmith le fascina por su capacidad de desarmar ideas establecidas, de mostrar que el crimen no es cuestión de un gen sino de circunstancias, y que todos los seres humanos, en el contexto adecuado, pueden enfrentarse a su lado oscuro. La literatura policiaca se convierte en un espejo escalofriante y admirable, que incluso Hitchcock llevó al cine. Beatriz sonríe mientras relata la vida solitaria de Highsmith, su insociabilidad y su valentía para vivir según su propia verdad.

El libro de verbos se convierte así en un acto de justicia literaria y pedagógica. Las universidades lo utilizan para enseñar gramática, pero también para mostrar que la escritura es una herramienta de pensamiento crítico y emancipación. En palabras de nuestra protagonista, es una renovación intelectual contra el patriarcado, una guía para que las mujeres y los hombres aprendan a asumir la vida con conciencia, creatividad y valentía.

En este capítulo, resuena la idea que ha atravesado toda la entrevista: aprender, escribir y vivir no son actos separados. Son una misma construcción, donde cada palabra, cada historia y cada enseñanza se entrelazan con la vida de quienes la reciben. Mientras Beatriz Escalante habla de sus libros y de las mujeres que admira, queda claro que su obra es también un homenaje a la excelencia, a la libertad y a la audacia de vivir y pensar por uno mismo.

Capítulo VI. Colores, portadas y la alegría de editar

Beatriz recuerda sus primeros pasos como editora con una mezcla de firmeza y complicidad. Su amistad con José Antonio Pérez Porrúa marcó un puente entre la tradición editorial y su propio instinto creativo. Las primeras portadas de la serie Escalante, dice, eran como trapos sin vida, y eso no podía ser. Como editora, su misión era darle alegría al lector antes de abrir siquiera la primera página.

Ella buscaba que cada portada irradiara algo más que texto y figura: que contara un relato silencioso, un guiño visual, una bienvenida cromática. “¿Colores?”, dice, con la voz cargada de entusiasmo contenido. Los colores, explica, no son azar: son los que ella ama, los que la acompañan, los que dan vida a cada libro, a cada historia, a cada página que pretende enseñar y emocionar: verde, azul, rojo, amarillo. 

Nos quedamos mirando, recordando las portadas. Queríamos ir ya a desayunar; llevábamos varias horas platicando. Entonces, como un chispazo, Beatriz recordó:

Hace varios años, en un conversatorio con académicos de la lengua, en Panamá, mientras discutíamos el futuro del español, expuse una idea que sigue siendo mi bandera:

“Para que nuestra lengua suspenda la invisibilidad del género femenino, es necesaria la educación masiva del uso de la letra “e” como formato bigenérico”.

Ejemplo:
Les alumnes están contentes.

Continuar con la fórmula equivocada:
“Los alumnos y las alumnas están contentos es, sencillamente, catastrófico”.

Ese parche vicioso —tan promovido por políticos y populistas, ignorantes de la lengua española y de su constitución— solo genera un espejismo de visibilidad de género y, en cambio, mutila el uso civilizado. Porque esos falsos feministas enemigos de la lengua jamás ajustan la presencia femenina en el resto del enunciado. Nunca llevan la batalla a la concordancia, que es donde el idioma respira.

En esa defensa férrea de la lengua se resume toda una vida de convicciones. Porque para Beatriz, enseñar nunca ha sido imponer reglas muertas, sino inyectar vida, contagiar curiosidad, emocionar. En cada clase, en cada libro, en cada verbo, late una certeza: la educación no debe ser un peso, sino un festín para los sentidos.

Por eso las portadas de sus libros no son neutras ni asépticas: son explosiones de color, banderas de alegría. Porque, en sus palabras, “con solo ver el libro, debes sentir que algo hermoso está por suceder”. Cada color elegido es una declaración, una invitación: a mirar, a tocar, a aprender con los ojos y con el corazón.

Al final, eso es Beatriz.
Un puente entre la norma y la libertad, entre la estructura y la emoción. Una mujer que transformó la ortografía en un acto poético, la gramática en un juego revelador y los verbos en una herramienta para entender la vida.

Cada libro suyo es una galaxia, y cada portada, una puerta abierta a ese universo donde las palabras no solo se escriben, se viven.

Un universo donde, gracias a ella, aprendemos que la lengua puede ser justicia, que la educación puede ser libertad, y que aprender —cuando hay pasión— es la forma más hermosa de amar la vida.