Por Pablo Quintero
El cambio climático ya no puede verse solo como un problema ambiental: es, ante todo, una
crisis humana. Las sequías prolongadas, los huracanes más intensos, los incendios
forestales incontrolables y el aumento del nivel del mar están transformando radicalmente
la vida de millones de personas. Detrás de cada evento climático extremo hay historias de
pérdida, de adaptación y, muchas veces, de desplazamiento. Migrar se ha convertido en una
estrategia de supervivencia ante un planeta que cambia más rápido de lo que las sociedades
pueden responder.
De acuerdo con Magaly Sánchez-R y Fernando Riosmena, el impacto del cambio climático se
siente con mayor fuerza en las comunidades que dependen directamente de la naturaleza:
campesinos, pescadores, pobladores rurales y costeros. En América Latina y el Caribe,
donde buena parte de la población vive del campo o del mar, la pérdida de tierras fértiles, el
agotamiento del agua y la degradación de los ecosistemas están provocando una creciente
ola de desplazamientos. Las personas que antes migraban por razones económicas o
políticas, hoy lo hacen porque su entorno natural se ha vuelto inhabitable.
Esta realidad no es homogénea. Las comunidades del sur global son las más golpeadas, no
solo por los efectos físicos del cambio climático, sino también por la desigualdad social y
económica que limita su capacidad de respuesta. Paradójicamente, son estas mismas
comunidades las que menos han contribuido a la crisis climática global. Mientras los países
industrializados continúan emitiendo la mayor parte de los gases de efecto invernadero,
millones de personas en zonas rurales del mundo en desarrollo ven cómo sus modos de
vida tradicionales se desmoronan.
Los autores señalan que la vulnerabilidad ambiental se combina con factores sociales y
políticos. La liberalización económica, la industrialización de las actividades extractivas y la
expansión de megaproyectos han generado tensiones por la tenencia y el uso de la tierra, el
agua y los minerales. En muchos casos, estas presiones se suman a los efectos del clima,
intensificando los conflictos y forzando desplazamientos. Cuando las políticas públicas son
insuficientes y las instituciones pierden capacidad para proteger a las personas, la
migración aparece como la única alternativa posible.
Sin embargo, migrar no siempre es una opción. Para miles de familias, la falta de recursos
económicos, la inseguridad o las restricciones políticas hacen imposible el desplazamiento.
En esos casos, la población queda atrapada en territorios donde la vulnerabilidad crece año
con año. Este fenómeno, conocido como “inmovilidad forzada”, revela una de las caras más
injustas del cambio climático: no solo obliga a moverse, sino también a quedarse sin
opciones.
Diversos estudios reunidos en la Revista de Estudios Sociales muestran cómo el cambio
climático influye en la movilidad humana en distintos contextos. En el Corredor Seco de
Centroamérica, la pérdida de productividad del café y otras cosechas ha impulsado nuevas
migraciones hacia el norte, especialmente hacia México y Estados Unidos. En las zonas
periurbanas de Buenos Aires, migrantes internos y extranjeros conviven con
contaminación, inundaciones y riesgos sanitarios, producto de la degradación ambiental. En
Honduras y el Caribe colombiano, la expansión de proyectos turísticos, hidroeléctricos y
ganaderos ha provocado despojos y desplazamientos, muchas veces acompañados de
represión y criminalización de líderes comunitarios.
Estos casos revelan que la relación entre cambio climático y migración no es simple ni
lineal. No toda persona afectada por el clima decide migrar, y no todo migrante climático
huye de un desastre inmediato. En muchos casos, la migración ocurre tras años de deterioro
ambiental acumulado, donde la pérdida de oportunidades se mezcla con la falta de
alternativas económicas y políticas.
Uno de los grandes vacíos que persiste, según los autores, es el legal. A pesar de la creciente
evidencia sobre el desplazamiento causado por el cambio climático, los llamados “migrantes
climáticos” no cuentan con un reconocimiento formal en el derecho internacional. Las leyes
actuales sobre refugio y asilo no contemplan esta categoría, lo que deja a millones de
personas fuera de cualquier tipo de protección. Este vacío no es menor: sin un marco
jurídico adecuado, los desplazados ambientales enfrentan riesgos de discriminación,
explotación y abandono.
Frente a este panorama, Sánchez-R y Riosmena subrayan la urgencia de una cooperación
ecológica global. Las acciones para mitigar el cambio climático deben ir acompañadas de
políticas que fortalezcan la resiliencia local y garanticen la justicia ambiental. Reducir las
emisiones de carbono es esencial, pero también lo es proteger la biodiversidad, frenar el
acaparamiento de tierras y asegurar que las comunidades más vulnerables puedan
adaptarse sin perder su dignidad ni sus derechos.
La educación ecológica se presenta como una herramienta clave para generar conciencia
sobre la interdependencia planetaria. Lo que ocurre en una región tiene consecuencias en
otra: los incendios en la Amazonia, las sequías en África o las tormentas en el Caribe son
señales de un mismo desequilibrio global. Entender esta conexión es el primer paso para
construir soluciones colectivas y sostenibles.
La pandemia de COVID-19 reforzó esta lección. Al igual que la crisis climática, surgió de un
desequilibrio ambiental y mostró la fragilidad del modelo actual de desarrollo. La expansión
del virus, las pérdidas humanas y las consecuencias económicas demostraron que los
límites entre lo local y lo global se han desdibujado. En ese sentido, el cambio climático
representa un desafío aún mayor: sus efectos no se limitan a un país o a una frontera, y sus
impactos se extienden a largo plazo.
Migrar, en este contexto, se convierte en un acto de resistencia y de esperanza. No es solo
moverse de un lugar a otro, sino buscar un futuro posible en medio de la adversidad. Cada
desplazamiento climático nos recuerda que detrás de los datos y las cifras hay personas,
familias y comunidades que luchan por sobrevivir en un planeta en transformación. La
humanidad enfrenta el reto de elegir entre continuar un modelo de desarrollo que destruye
su propio hogar o construir un futuro donde la vida, en todas sus formas, pueda florecer.