Aquí mijita, sin necesidad de ir al cine, acá mérito lo vi con mis ojos

Por Nadxhi Korf

Hoy todo me parece un mal viaje. Me levanté cruda, pero ya son las once, el momento en el que empieza mi día, esta rutina que llevo desde hace un mes. Es martes —creo— y me acabo de mudar a otro maldito país. Y aquí estoy, en el mismo restaurante de mierda, he estado en siete mesas distintas, siete días seguidos, viendo desfilar borrachos disfrazados de ciudadanos ejemplares, tragando como si la vida no fuera un pantano de errores reciclados.

Hoy debería ser la fiesta de santos, como las de mi pueblo, con cuetes, danza y olor a incienzo de iglesia, pero no, solo es la fiesta de unos borrachos de la ciudad invitándose a comer y beber a la misma hora. Tal vez todos ellos tienen los estómagos vacíos como yo buscando redención en un platillo insípido y una cerveza tibia. Pido lo de siempre: mezcal, chela, y el menú del día que debería ser delito culinario, es una hamburguesa congelada, papas que aún sudan hielo. Todo tan decadente como este capítulo de mi vida.

La mesera ya me mira raro, como si fuera un personaje de novela de Bukowski, una de esas histéricas modernas con cara de haber visto el infierno y quedarse a vivir ahí. Y tal vez tiene razón. Tal vez soy eso: la malparida del sistema, la que en vez de llorar discretamente prefiere escupir fuego entre mezcal y autoflagelaciones emocionales. Pero no señora, soy un volcán con el corazón hecho mierda y el hígado hecho ceniza.

Ahora que me pongo a pensar siempre he tenido problemas con la comida, en mi familia los problemas se cuentan por kilos, se esconden bajo la servilleta, mi abuelo solía decir: “ deberías de hacer un poco de dieta, yo no crié a unos gordos”, y su voz aún retumba cuando paso frente al espejo o me atraganto con cualquier cosa que sepa a consuelo, como hoy. Y ahora, entre esta ciudad ajena y la lista de intoxicaciones etílicas que casi me mandan al otro lado (una real, con hospital incluido), escucho la voz de mi madre como un eco católico: «te quieres autodestruir». Como si eso no fuera evidente. Mejor que piense que todo va perfecto, que este matrimonio es bendición divina, que su hija finalmente se escapó de la mediocridad de que tanto habla sin ser “ilegal”. Ella aún cree en el futuro como si fuera un regalo con moño. “Cuídate, no hagas nada malo, dios te dio otra oportunidad”, dice. 

Claro, dios y sus pinches oportunidades.

Y entonces, entre papas congeladas y pensamientos derrotistas, salí a caminar. Buscaba una señal, una luz, algo. El alcohol ya hizo su efecto, comienzo a alucionar frente a una capilla improvisada de mi santa (bueno no tan santa, en realidad es el anima sola, que se refiere a una figura religiosa, una representación de un alma que sufre en el purgatorio), —no santa, sino condenada—. Esa que representa un alma atrapada en el purgatorio, justo como yo. Le recé con la fe que me quedaba, le rogué olvidar. Le ofrecí mi alma, mi tristeza, mi próxima vida… Y nada. Volteó con desdén, como diciendo: «ni pa’ eso sirves, mijita».

Me fui. Con las manos llenas de tierra y el alma vacía. Kilómetros recorridos desde Oaxaca hasta California solo para entender que ni la fe me quiere. Abandoné esa trinchera que por años fue mi única iglesia, el único lugar donde creía que algo —lo que sea— podía salvarme. Y ahora camino de vuelta a un departamento con un vato que no puedo ver a los ojos, con la frente baja, los sueños rotos y las tripas haciendo más ruido que mi esperanza.

Y así sigo, entre mezcal y arrepentimientos, peleándome con la comida, con los hombres, con dios, con todo. Porque en este país nuevo, con su idioma distinto y sus calles limpias, el dolor se lleva por dentro.