Leí Los Vagabundos del Dharma de Jack Kerouac como quien entra a un cuarto lleno de humo, incienso y botellas de alcohol. No es un libro para leer sobrio… aunque así lo hice. Se lee como se vive: con sueño, con resaca, con los pies sucios después de una caminata absurda por el barrio a las cuatro de la mañana, preguntándote qué carajo haces aquí. Igual que lo hice yo durante años: buscando algo que no sé nombrar, entre la borrachera y el amanecer, como Kerouac lo hizo entre montañas y senderos.
Kerouac escribe de montañas californianas, de senderos invisibles en el bosque, de la búsqueda de un silencio… Yo no tengo montañas, pero sí calles peligrosas, perros callejeros y lámparas que parpadean como si fueran a morir. Él tenía el budismo zen; yo tuve el alcohol, las madrugadas y las peleas en bares que ya no existen. La misma búsqueda, distintos templos.
En el libro, Ray Smith (Kerouac) sigue a Japhy Ryder (Gary Snyder) como si fuera un chamán de mochila y cuenco de té. En mi vida, yo seguí a otros guías: a la banda borracha pero siempre presente que me enseñaron a no temerle a la noche; una amiga que hablaba de arte como si fuera a salvarnos; un grupo de inadaptados que creía que podíamos cambiar el mundo… no, la neta nos valía verga. Ninguno alcanzó la iluminación, pero al menos nos mantuvimos lejos del tedio.
Kerouac entendió algo que yo aprendí tarde: que no se trata de encajar, sino de caminar. Que la paz no está en la meta, sino en seguir, incluso si es por la banqueta rota de tu barrio. Que la contracultura no es una moda, sino un modo de respirar cuando el aire huele a conformismo.
Hoy, en un mundo donde todo se mide en likes y entregas a domicilio, Los Vagabundos del Dharma suena como un golpe seco en la mesa: sal, camina, habla con extraños, sube montañas aunque sean de cemento. El libro no es una invitación a huir, sino a buscar. Buscar, como bien sabemos los que hemos probado la vida en exceso, es la única manera de no morir en vida.
Cierro el libro. Afuera, la noche huele a mota de algún vecino buscando la paz. La calle me espera como la montaña espera a Kerouac. Camino, porque caminar es lo único que me queda. Y, en cierto modo, lo único que sé hacer.