TRANSMIGRACIÓN

Por Samantha Lamas

La mujer detrás del mostrador observa mis movimientos nerviosos. Finjo leer el contrato aunque en el fondo no me interese y sepa que, al final del día, lo único que quiero es abandonar este cuerpo para siempre. Ella parece darse cuenta que la insistencia de su mirada me hace tambalear, por lo que se da media vuelta y se marcha por la puerta del fondo, de donde provienen varios maullidos. 

Cuando le conté a mi madre sobre esta decisión tardó demasiado en aceptarla, lo último que me dijo fue que leyera las letras pequeñas, todo aquello que pudiera jugarme en contra, pero ella no termina de entender que mi intención es quedarme así, de cuatro patas, ojos grandes y un pelaje terso que alguna niña rica se encargue de acariciar y peinar cada mañana. Observo en silencio la suma que debo pagar por esta experiencia, no es mucho comparado a la vida que estoy por experimentar, sin embargo, me cuesta sacar la tarjeta de crédito y dársela a la mujer una vez vuelve. 

—Mi hija está en Francia ahora mismo —suelta en un tono de complicidad— Y mi sobrino se fue hasta Japón. Estoy ansiosa por que vuelvan a sus cuerpos y me lo cuenten todo. 

—¿Hay alguna forma de comunicarse? —pregunto, algo nerviosa. 

Quizá perder el habla no fue algo de lo que me preocupé mucho al principio, pero ahora que se convierte en una posibilidad, siento un nudo en el estómago. La mujer parpadea varias veces. Un pequeño gato se monta sobre el mostrador, lo miro entre emocionada y horrorizada. 

—¿Él…?

—Es sólo un gato —dice ella—. Aunque no te juzgo, hoy en día ya no sabemos quien habita en estos cuerpecitos tan lindos. 

—Firmado —le digo al tiempo que deslizo el contrato y la tarjeta encima de este—. Antes de… bueno, tengo algunas dudas antes de la transmigración. 

—Por supuesto, lo extraño sería que no, querida —sonríe, gentil. Toma el contrato y la tarjeta, saca la terminal y la pasa. Aprobada. Me la entrega y después me pide que la acompañe al cuartito de donde surgen los maullidos. Al entrar me veo flanqueada por varias estanterías llenas de transportadores cuyos interiores se encuentran ocupados por perros y gatos, incluso por algunos roedores. 

Observo que cuentan con tres etiquetas distintas: ocupado, reservado y disponible. Me dice que sólo puedo decantarme por alguno que esté disponible o anotarme en la lista de espera de algunos de los que dicen “reservado”. Le digo que está bien, que prefiero no esperar. Elijo un gato Himalaya, imagino lo linda que me vería si la persona que me adopta es una de esas a las que les gustan ponerle moños a sus mascotas. 

Ella lo saca de su transportador y me lo enseña. Es una sensación extraña la de cargar un cuerpo que, en pocas horas, será el mío. Sus ojos son de un azul profundo y brillante, yo siempre quise tener los ojos azules. 

—Bien, entonces esta será —coloca una etiqueta de “Ocupado” y me pide seguirla aún más al fondo. 

Entramos a una habitación henchida de brebajes. Las ventanas están cubiertas con cortinas de grabados extravagantes, en el suelo descansa una alfombra que da la impresión de haber sido tejida a mano y, a mis costados, hay una gran cantidad de retratos de hombres y mujeres con una mascota. 

—¿Te gustaría estar en el muro? —pregunta ella— Los que terminan ahí colgados son clientes a los que les ha gustado tanto la experiencia que se han vuelto casi adictos a esto. Son mascotas por una temporada, después vuelven a su cuerpo humano, trabajan un tiempo para poder costearlo de nuevo, y regresan a ser animalitos. Es maravilloso. 

—¿Es obligatorio volver? —pregunto. 

—Claro, querida. Si te quedas mucho tiempo en el cuerpo de animalito tu alma se amoldaría por completo al cuerpo de éste y en una próxima transmigración podrías morir. Además, con lo que pagaste hoy, sólo te alcanza para un mes. 

Asiento. 

—En caso de no volver… ¿qué sucede?

Ella no se muestra muy contenta con esta última pregunta, se cruza de brazos. 

—Bueno, te quedas en el cuerpo del gato por siempre y, con el tiempo, irías perdiendo la conciencia humana. Terminarías siendo un simple felino doméstico, ya no gozarías de nada, al menos no con plena conciencia. Yo me quedaría con tu cuerpo. 

—¿Y qué pasaría con él?

—¿Con qué?

—Con mi cuerpo. 

—Ah, pues de algún lado tiene que salir el pago por habitar el cuerpo de uno de mis animales, ¿no lo crees? 

Me quedo callada, no sé qué decir respecto a que mi cuerpo es una suerte de garantía. Trago saliva y asiento. 

—Es lo justo, querida, ¿o no?

—Sí, es lo justo. 

La mujer me pide que me coloque en el centro de la habitación, justo en el tapete, me pide que le diga todas mis dudas. 

—¿La persona que me adopte sabrá que soy una humana?

—Eso depende de ti, lo decía en el contrato, querida.

—Ah, es verdad —respondo, avergonzada y con un hilo de risa falsa—. ¿Y yo puedo elegir quien me adopta? 

—No, pero puedes estar segura que será con alguien con abundantes recursos. 

—¿Podré comunicarme de alguna manera?

—Con los humanos no, con otros animales que, al igual que tú, sean productos de una transmigración, sí. 

—Bien, estoy lista. 

La mujer va por la gata Himalaya, la sienta frente a mí y me pide que la imite. 

—Cierra los ojos —ordena—. Esto será muy rápido. 

Cuando despierto me siento mucho más pequeña, diminuta incluso. Me encuentro encerrada en una caja y al mirar al frente mis ojos se enfrentan a unas rejas. Entiendo que estoy en mi transportadora. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero me veo a mí misma en un movimiento balanceado, de adelante hacia atrás y, afuera, un vecindario de casas enormes y lujosas. 

Al entrar a mi nuevo hogar me doy cuenta que fui adoptada por un hombre de mediana edad con rostro triste. Luce un traje a la medida y me observa con ternura. Mi primer pensamiento es que en cualquier momento pasare de sus manos rasposas a las de una pequeña niña, quizá su hija, quizá su sobrina, pero permanezco junto a él. 

El silencio de la casa es absoluto. Salimos a un jardín gigantesco donde él me deja con la intención de que juegue o haga cosas de gatos, pero en su lugar me siento en sus pies y tomo el sol. Me resulta un persona interesante, hay algo en su parsimonia que me atrae. 

Los siguientes días discurren de una manera muy similar, puesto que él sólo sale de casa para trabajar unas cuantas horas y apenas llega todo su tiempo es para mí. No puedo evitar pensar en lo idílico de esta situación para una relación romántica. 

Comienzo a aprender sus costumbres y sus maneras, sus rituales solitarios en la cocina, los baños de largas horas, las noches de lectura y las tardes de trabajo combinados con paseos por el parque. No me gusta mucho caminar con este cuerpo, mis patas son cortas y mis almohadillas exigen la comodidad de una alfombra bajo ellas, pero él insiste y a mí no me queda más remedio que venir. 

Llevo al rededor de dos semanas con Mateo, he descubierto que es soltero, está alejado de su familia por problemas de comunicación y su mayor pasión es la cultura en todas sus expresiones. Es un fiel amante del café que está en el centro de la ciudad y disfruta de conversaciones intelectuales. 

En el paseo vespertino de hoy nos cruzamos con una pareja que al parecer Mateo conoce, ya que los saluda con gusto y me presenta como su consentida. La mascota de la pareja me observa fijamente. 

—¿Eres como yo? —pregunta. 

Al principio me sobresalto. Finjo que no escuchar nada, no me gusta la idea de que alguien sepa que soy una humana siendo una mascota por gusto, para disfrutar de la vida de ricos. 

—No dura para siempre —dice el perro salchicha frente a mí—. Lo mío está por acabar. 

Me niego a hablar. Mateo sigue su camino y me lleva consigo. 

Una vez en casa repaso lo que me dijo ese perro, pienso en que es verdad, en que falta muy poco para volver a ser humana y que este sueño está por terminar. Me refugio en los brazos de Mateo, quien me mima y me confíela su adoración por mí.

Quizá, sólo quizá, este amor que me profesa como gata podría hacerlo con mi yo humana. Lo conozco tan bien que sería capaz de entrar a su vida. Me tomo como tarea seguir conociéndolo a fondo para entenderlo a tal punto que le resulte irresistible no darme una oportunidad como Gabriela, una mujer joven cansada de trabajar que quiso rehuir de sus responsabilidades adoptando el cuerpo de una mascota de raza fina. 

Me recuesto junto a él y lo escucho aunque e las conversaciones no sean lo suyo. A veces habla sobre su familia, sus gustos literarios y lo que espera hacer de su vida a corto plazo. Memorizo sus rutinas, sus lugares favoritos, todos los posibles puntos de encuentro. 

Para volver a ser humana debo volver con la mujer que realizó la transmigración. Llego puntualmente a su oficina, ella me da la bienvenida con una sonrisa y agradece mi honestidad. Me pide que pase al cuarto de las transmigraciones, mi cuerpo ya está listo, tendido en el suelo. El proceso es el mismo, sólo debo cerrar los ojos y seré humana una vez más. 

Me encuentro en el café del centro, ese que a él le encanta. Tengo sobre el regazo a Jolly, como él llamó a la gata. Entra por la puerta con el mismo semblante triste, quizá un poco más debido a su reciente pérdida. Debe estar destrozado. Apenas entra mira a la gata, se queda muy quieto, incluso su semblante se distorsiona por un momento, después toma aire y se dirige a la barra, donde pide el mismo café de todos los miércoles. 

Su mirada se desvía constantemente a la gata. Si aprendí a conocerlo bien se irá sin decir una palabra, por lo que yo tomo la iniciativa. 

—Es Himalaya —le digo, como si creyera que sólo quiere saber la raza.

—Lo sé —replica, afable—. Tenía una igual. 

—¿Tenías? 

Él baja la cabeza. 

—Sí, se extravió hace unos días. 

—Oh, eso es terrible.

—Lo es, pero bueno, la dejo. Buen día. 

Mateo sale por la entrada. Permanezco sentada, sé que lo encontraré en una semana aquí mismo. 

Pasan los días, vuelvo a ver a Mateo, él me saluda y también a la gata. Esta vez la conversación se extiende. Platicamos sobre literatura porque, por supuesto, traje un libro conmigo. Su lectura más reciente. Hablamos mucho, él me invita a salir. Creo que, después de todo, esto sí puede durar para siempre.