Ivette Rojo pinta con mareas encapsuladas y lágrimas que son fósiles de emociones. No es exageración: cada gota es un relicario de algo que se deshizo en la carne y que ella transformó en materia. “Las lágrimas no son solo agua, son vectores de lo intangible que buscan superficie”, dice, mientras muestra un frasco diminuto, como si contuviera un fragmento del cielo roto. En su taller, todo tiene la densidad de lo imposible hecho tangible: pinceles que parecen varitas, óleos que huelen a memoria, lienzos que esperan la descarga de un secreto.
La pintura no le pertenece únicamente a Ivette: es un organismo que crece con ella. Un autorretrato reciente lo demuestra: comenzó siendo una idea, un esbozo casi trivial, y terminó como un río que cambia de cauce con cada amanecer. Un corazón apareció y desapareció, un parpadeo de mirada se desdobló en varias, los trazos se alargaron, se contrajeron, y la obra se convirtió en un cuerpo vivo, que respiraba con su ánimo y sus días. Lo que no podía decir en palabras se volvió visible: los duelos, la soledad, la migración, la distancia de los afectos, todo quedó inscrito en pigmento y forma.
Sus obras son mapas de territorios secretos, archivos de lo que no se confiesa, rituales interiores que solo se revelan a quienes saben descifrarlos. Cada cuadro es un fragmento de su alquimia personal: una transmutación de la emoción en materia, de la intuición en forma, del instante en eternidad. La migración y la distancia la empujaron a dialogar con la soledad como un huésped hostil y familiar a la vez. “Aceptar la soledad no es un ejercicio poético, es un campo de combate silencioso”, comenta. Sus lienzos se convirtieron en cenizas solidificadas de esa confrontación, memoria cromática de duelos internos que no caben en el lenguaje cotidiano.
No hay distinción clara entre obra política y obra íntima: ambas ramas se entrelazan, se rozan, se alimentan. Visibilizar la diversidad racial y cultural, el cuestionamiento de cánones hegemónicos, la protesta silenciosa contra los moldes estéticos que borran la diferencia, todo eso se filtra en sus cuadros. Sus símbolos no son clichés: son nudos de tiempo y pensamiento que flotan en la intuición y la memoria colectiva, lenguajes secretos que resuenan más allá de cualquier explicación lineal.
Ivette recuerda su infancia: padres que dibujaban, horas de observación silenciosa, cuadernos llenos de líneas y rostros, la música que la llevó a explorar el canto y el arpa, pero que nunca la alejó del trazo. Incluso cuando la vida la trasladó a otros caminos, tatuar fue otra forma de mantener la conexión con el dibujo, con la creación. La pintura siempre estuvo ahí, como un hilo subterráneo, como un latido que aguardaba el momento para emerger.
El taller de Marco Zamudio y la Academia de San Carlos fueron sus primeras escuelas formales. Pero fue Oaxaca la que la sacudió de verdad: allí, en los grabados monumentales de los muros del centro histórico, vio cómo la técnica podía transformarse en protesta, cómo una imagen podía ser una insurgencia. “El grabado es una forma de vida, de resistencia”, recuerda. Comprendió que la obra no solo podía ser bella; podía ser una manera de habitar el mundo con coraje y conciencia.
En Portugal, sus materiales se transforman en extensión de su cuerpo y de su historia: acuarelas mezcladas con agua de mar, lágrimas que se convierten en pigmento, trazos que registran la emoción y la memoria. No se trata de decoración, sino de transmutación. Cada gota es un espectro, cada trazo una cicatriz petrificada. La obra se vuelve un espejo líquido y sólido a la vez, un registro alquímico de lo que se siente, se pierde y se transforma.
Ivette pinta como quien respira: con urgencia, con ritual, con la certeza de que el arte no es solo estética sino experiencia vital. Sus cuadros no buscan agradar; buscan traducir el tránsito de lo invisible a lo corpóreo, de lo íntimo a lo público, del duelo a la revelación. En ese proceso, uno no solo ve color y forma: ve océanos contenidos, memorias convertidas en rocas de luz, cuerpos y emociones que se rebelan contra el olvido.
Cada obra es un pacto silencioso entre la emoción y la materia. Sus acuarelas lloran con ella, sus óleos suspiran, los grabados murmuran historias que nadie contaría. Hay en sus cuadros una densidad que deja huella: la memoria de la migración, el calor de la soledad, el rumor de una lágrima que se volvió pigmento. Son mapas para quien se atreva a navegar entre símbolos, emociones y secretos, sin guía ni brújula.
Aun así, hay belleza. Belleza que quema, que atraviesa, que abraza y confronta. Ivette Rojo no solo crea cuadros: crea atmósferas donde el espectador se sumerge y emerge distinto. Donde lo efímero se petrifica, donde lo invisible toma cuerpo, donde cada símbolo y cada gota de lágrima resuenan con la intensidad de alguien que transformó la vulnerabilidad en alquimia, el duelo en color, la memoria en constelación. Ahí, en ese tránsito de lo íntimo a lo público, Ivette se convierte en su propia transmutación: un testimonio real de que el arte puede ser tan radical como el corazón que lo concibe.



