Anoche me tomé dos tragos. No de esos tragos que uno encuentra arriba, pasando el río, donde Rosilia en su alambique o donde Chalo y su cañada. No. Estos eran tragos fragantes. Como si no fueran hechos por ninguna mano y bajaran de una chorrera enteritos, ya oliendo a lima y a pomelo; luego les ponen hielo y un pedazo de naranja que porque así es el trago.
A mí me convidaron. ¿Y quien era yo para negarme? Si fue como beberse el cuello de Mercedes toditico. Su cabellera bailando aireada entre mis dedos, su piel azul brillante y su mirada cíclope frente a mi corta voluntad. Pues con dos tragos tuve nomás. Si hubieran sido cuatro o seis, no sabría estas palabras, ni nada de nada. Ya estaba como un trapo, hundido en esa silla abullonado de mediana edad, escuchando qué poco de gente que comía antes de comer más, y después de eso, comían otro tanto, y bebían henchidos como celebrando entre sus aparatos y sus trajes.
Yo solo pensaba en Mercedes y en cómo la hacía ver mi amor, y cuándo lo haría. Ya hace buen tiempo que nos miramos sin decir palabra. Pero qué miradas. Si hasta los sueños me llegan. El otro día estaba bien dormidote y sentí un corrientazo que jaló a Mercedes frente a mí. La vi cortando unos bananos para brindarle a Urano —el caballo que le regaló su padre de muchacha—, que siempre la acompaña en las mañanas y en las tardes, cuando resultamos no sé cómo pegaditos y comenzamos a abrazarnos en una danza de reptiles, revolcándonos, y que placer. Sentí mi piel haciéndose en la suya y el pecho me palpitaba como una semillita que ya estaba pronta a pelechar.
Desde aquel día estoy que le cuento cien historias. Y le enseño mis mezcalitos y las milpas frente al rancho; que le preparo unos boscó con nopalito y fruta pan bien asados. Le junto los bananos a Urano. Le acerco agua. Y parto unos tomates con aguacate y limón. O si nos resolvemos a seguir platicando, le suelto una melodía montañera y le entono un son con mi guitarra al pecho.
Que bueno sería sacarme toda esta querencia y entregársela a Mercedes de una vez y para siempre. Así y con todo no tengo nada que perder, hablándole entre mis nervios torpes los montones de historias que se acumulan con los años, los sueños como fieles recuerdos, la ilusión de su compañía y de verle el rostro como más quiere un hombre ver a una mujer: rellenita de añoranza.
A todas estas, ¿cuánto tiempo habrá pasado desde que llegué aquí? Y lo mas importante, ¿cómo llegué? Deben haber transcurrido unas tres o cuatro horas porque ya la medialuna alcanzó la claraboya. Veo mi silueta sobre la pila de maderos secos, bajo el fogón, y un torso con cabellera tenue a contraluz, de la luna menguando, desde la montaña descendiendo por el valle. Es un cuerpo delicado. Brilla como una perla azulada y su aroma se confundiría entre el jazmín y las rosas. Me quedé mudo. El viento juguetea en el maizal. Se hacen ondas sobre el agua. La mujer azul acercándose y mi sombra y yo temblando —para bien o para mal— entumecidos, inmóviles, con los tendones paralizados, y el corazón
—tucun—
—tucun—
mientras mis ojos observan inquietos como se acerca de a poco esa humanidad delirante que me acecha y me libera.
¿Que clase de sueño es este? Y, ¿quien es esa criatura? No lo sé. Ni lo supe entonces hasta que nuestras sombras se fundieron en un abrazo rodante, forjando una piedra cálida y celeste. A decir verdad, Nunca la vi realmente. La escuchaba al oído. Me cautivó el arrullo en sus palabras acumulándose su voz melodía donde guardo mis recuerdos y mis canciones.
—Caminando por la pradera, subiendo a la luz lunar
A cada paso e montaña
Mis pies me regresarán
A algún sueño donde viviste
Despiértate ya, pronto ya
Si sigues en las nubes
Nunca mijito volverás a hablar—.
Se abrieron las aguas y todo volvió a ser solo viento y río.
Ciudad del olvido, capital de la farsa y los eufemismos, 3 de julio de 2025 en un día corriente de sol poniente y chirridos en las calles con las cigarras cerrando la tarde y abriendo la abundante noche de luna de verano.