Primera parte
Capítulo I
El muro de los tiempos
Beatriz dudó un instante antes de responder. Con esa alegría que la caracteriza. Tenía esa mirada que sólo han cultivado los escritores que han sobrevivido al aplauso temprano. La pregunta flotó en el aire con la gravedad de las cosas que deben responderse con cuidado: qué significa que estén empezando a homenajearla en vida.
Antes de contestar, me detuvo con un gesto casi teatral y preguntó si ya estábamos grabando. Le dije que sí. Entonces se acomodó en su silla con la serenidad de quien sabe que la memoria no es sólo un archivo, sino una forma de construir sentido. Narrar no es revivir: es volver a inventar lo vivido.
Dijo que el primer homenaje se lo habían realizado en Estados Unidos, cuando tenía cuarenta años. Lo soltó como quien deja caer una piedra en el agua, sin aparente importancia, pero con todo un mapa debajo. Pensé en los escritores que sólo reciben flores cuando ya no están para olerlas. En ella no hay nostalgia. Hay presencia. Ha vivido entre palabras, sí, pero también entre reconocimientos. Como si cada etapa de su carrera estuviera escrita no sólo con tinta, sino con éxito. Pero no de ese éxito que cae del cielo, sino de la que uno fabrica con disciplina, con lengua, con fuego.
Contó que le ofrecieron la beca del International Writing Program, esa misma que tuvieron Carlos Fuentes y José Agustín, y que de los 35 escritores seleccionados de 35 países, a la que mejor le fue, fue a ella. No lo dijo con arrogancia, sino con una extrañeza lúcida, como quien sabe que la vida, en lugar de sucederle, le exige ser vivida con todas las letras.
Su currículum, su fluidez en inglés, francés e italiano la convirtieron en conferencista itinerante por dieciocho universidades de Estados Unidos. Nueva York, San Diego, San Francisco, St. Paul, Minneapolis. Ciudades que uno suele asociar con novelas ajenas, autores lejanos; sin embargo, guardan el eco de una escritora mexicana hablando de su obra. Cosechó aplausos, sembró palabras.
Recordó con especial cariño un homenaje que le hizo la Universidad de Puebla: cincuenta años de vida, veinticinco en la literatura. Lo dijo como quien recita el título de un poema ganado a pulso.
Entonces, como si la memoria fuera un sistema de riego por azar, apareció la historia del muro. La Universidad Autónoma Metropolitana le había publicado un libro titulado Tiempo Mágico, parte de una colección donde también estaban Poniatowska, Monsiváis. Su libro, breve, de varia invención sobre el tiempo y la magia, fue un éxito arrollador. Las bibliotecas lo pedían sin descanso y la SOGEM no se daba abasto.
Un día la invitaron a la delegación Milpa Alta. Allí, en medio del paisaje de calles de tierra y cerros esmerilados por la neblina, pusieron su nombre en un muro enorme, como si fuera política. Su foto, una frase suya y la inauguración de una biblioteca que llevaría su nombre. Tenía treinta y cinco años. La imagen parece salida de una fábula: la escritora joven, reconocida antes de tiempo, contemplando un muro con su rostro pintado como si se tratara de una campaña electoral.
La directora del lugar, al verla llegar, le preguntó si su mamá no vendría. Ella respondió que vivía en Mérida. Entonces le dijeron que si venía como su representante. Contestó que no, que ella era la escritora. Se quedaron pasmados. No fue queja ni reproche. Fue un espejo. En un país donde el respeto suele reservarse para los mayores o los fantasmas, ella ya estaba dejando huella.
Añadimos, casi con un susurro cómplice, que lo único que faltaba en ese muro era que abajo dijera: “Vota 2 de julio”.
Capítulo II
Llaves, ciudades y otras formas de ser ilustre
Hay escritores que reciben premios. Otros, diplomas. A Beatriz Escalante le dan las llaves de las ciudades. No una. Varias. No de un solo país. De varios continentes. Son llaves simbólicas, claro, pero también contundentes. Representan algo más que un gesto institucional: son el eco de su paso, la huella que dejó en algún lector, en algún niño, en algún organizador cultural que la escuchó hablar con esa voz que mezcla pasión, claridad y humor.
Ha viajado a ferias del libro nacionales e internacionales. Ha estado en Brasil, Argentina y múltiples ciudades de España. Castilla-La Mancha. Leganés. Cuenca. Toledo. Lugares que suenan a Cervantes y que ahora también llevan su nombre en algún acta, en algún discurso, en algún salón.
Dijo que la nombraron visitante ilustre en más de una ciudad. En Estados Unidos también. Lo expresa con la tranquilidad de quien ya no busca confirmar nada, sino simplemente recordar, como si cada llave entregada hubiese abierto no una puerta, sino una página más en el libro de su vida.
Capítulo III
Las mujeres que escribe
Beatriz habló de su causa. Dijo que lo que más le preocupa es la situación de las mujeres. Que a pesar de los avances, seguimos viviendo bajo una estructura profundamente patriarcal. Lo dijo sin rabia, pero con la gravedad de quien ha observado durante décadas la injusticia sistemática. Habló de cómo incluso muchas mujeres privilegian a los hombres, aun cuando éstos tengan menor currículum o trayectoria.
Esa forma de servilismo, dijo, es cultural. Está incrustada en el cerebro colectivo, como la herencia de una colonización que nunca terminó. Como la tendencia automática de los latinoamericanos a mirar con reverencia a lo europeo o a lo estadounidense. Una ideología que se perpetúa sin ser cuestionada.
Para enfrentar eso, Beatriz no marcha ni grita. Escribe. Y en su libro de verbos —ese que podría parecer sólo un manual gramatical— hizo algo revolucionario: escribió en primera persona como si fuera Gabriela Mistral, Agatha Christie, Coco Chanel. Se metió en sus voces, en sus vidas. Las narró desde adentro y luego, con una astucia lúdica, sembró errores gramaticales en el texto para que el lector tuviera que corregirlos. Convertir el aprendizaje en empatía. La ortografía en identidad, en diversión.
Contó que le quedó increíble. No lo dijo para presumir. Lo dijo como quien ha logrado una pieza de orfebrería y la mira con amor. Luego se despidió. Dijo que nos veríamos al volver de Venezuela.
Capítulo IV
Ortografía con G de gases (y una vida con M de mía)
La Feria Internacional del Libro de Venezuela la espera. Su edición número veintiuno tendrá como país invitado a Egipto, pero Beatriz es la invitada que trae algo más que libros: trae una forma de enseñar con risa, de escribir con lumbre, de hablar como quien lanza palabras al aire y éstas se quedan flotando, formando metáforas.
En el pabellón infantil, presentará Ortografía Divertida, un libro que —dijo— es como una colección de haikus humorísticos que enseñan mil palabras sin que te des cuenta. Cree que si uno se divierte, aprende. Cree que si uno se ríe, recuerda. Y por eso dice cosas como que indigestión se escribe con G de gases. Y nadie lo olvida.
Recordó que en una plática con niños en la Cámara de Diputados les explicó por qué bacinica se escribe con B y con C. Porque es para el bebé, y contiene una C. ¿De qué?, preguntó. Todos gritaron caca. Eligió esa palabra porque un día en un centro comercial observó un letrero enorme que decía vasinicas con B y con S.
También hablará de cuentos. Enseñará cómo escribirlos, cómo construir personajes sólidos, cómo manejar la intriga. Cerrará con una charla en un seminario llamado Mujeres del Río, donde hablará, por primera vez, de sus protagonistas. Sus mujeres en sus letras.
Dijo que ha creado más de cien personajes femeninos. Todas son valientes, bravas, aunque muchas atraviesan situaciones terribles. Ahora mismo escribe una novela sobre abuso sexual. Pero lo que busca, siempre, es que la mujer se levante.
Si tuviera que resumir el eje emocional de su obra, lo dijo sin dudar: inspirar a las mujeres a defenderse, a no creer que su vida pertenece a otra persona. Asumirla como propia. Compartirla con otros si se quiere, pero nunca cederla.
Dijo, casi como un mantra: mi vida es mía. Mía. Mía.
Capítulo V
Lo que queda después de hablar con Beatriz
Terminé de grabar, pero no quise apagar la grabadora. A veces el silencio también merece ser documentado. A veces uno necesita quedarse ahí, un momento más, con la respiración de la entrevistada aún flotando en el aire, con las palabras rebotando en las paredes como si no quisieran irse del todo.
Beatriz Escalante me habló de muchas cosas: homenajes, viajes, idiomas, becas, ferias, libros, personajes, ortografía, risas, infancia, caca, azahar, feminismo, gas. Pero más allá del anecdotario, lo que me quedó fue una sensación. La de estar frente a una mujer que ha hecho de su vida un acto consciente. Una decisión continua de no pedir permiso. De no callar. De no ceder su voz ni siquiera en los rincones más blandos de la conversación.
No hay en Beatriz pose, ni falsa modestia, ni necesidad de que la aplaudan. Hay una claridad que incomoda porque es honesta. Hay un fuego tranquilo que no busca arder hacia afuera, sino encender hacia dentro.
Pensé en todas esas llaves de ciudades que ha recibido. Pensé en el muro de Milpa Alta. Pensé en las fotos que no tomó por vivir en una época sin iPhones. Y pensé que, al final, no hay reconocimiento más profundo que ese: el de seguir escribiendo sin esperar que alguien mire. El de formar a lectores con humor, con trampa, con ternura. El de inventar mujeres para que otras se reconozcan valientes.
Dijo que su vida es suya. No como consigna. Lo dijo como quien firma con tinta negra un contrato con la existencia.
Quizá por eso sus personajes se levantan. Porque ella lo ha hecho antes. Porque entiende que escribir no es solo narrar. Es reparar. Es advertir. Es amar sin dejar de señalar.
Entendí, con una mezcla de gratitud y asombro, que esta fue apenas la primera parte de una larga conversación. Porque, en el fondo, yo ya gané. Gané desde aquel primer semestre universitario, cuando su libro Redacción para escritores y periodistas llegó a mis manos y me enseñó, línea por línea, que escribir no era solo técnica: era identidad, era forma de vida. Aquel libro me acompaña hasta hoy. Me guía todavía. Ahora, años después, soy amigo de su autora.
En el corazón de esta historia hay algo que ni el tiempo ni la fama pueden arrebatar: la certeza de que la literatura, cuando es honesta, te cambia. Y si uno tiene suerte, incluso te presenta a quienes la escriben.