Lo que aprendí fue mío para siempre
En este país que ha hecho de las bardas su símbolo más honesto, cruzar una frontera es mucho más que cambiar de lugar: es cambiar de cuerpo, de idioma, de forma de mirar el mundo. Francisco Jiménez cruzó esa línea primero con los pies, luego con las manos, y finalmente con la palabra escrita.
La conversación comenzó con una invitación a reflexionar sobre el sentido del libro, casi como si se tratara de un dilema literario. Pero Francisco no se fue por ahí. Ignoró el debate de géneros y conversó con la memoria. Porque hay historias que no caben en las etiquetas. Respondió como quien no escribe desde un escritorio, sino desde el campo, desde la mochila rota, desde el miedo a la migra y la libreta arrugada.
Jiménez, con esa calma que no necesita adornos, recordó:
«Cuando crucé la frontera con mi familia, de Jalisco a California, pasamos nueve años trabajando en el campo sin documentación. Esa parte la cuento en Cajas de cartón. Pero Senderos fronterizos es la continuación: ahí relato cómo la migra me sacó de la escuela en octavo grado. A mi hermano lo sacaron de la preparatoria. Nos llevaron a casa, recogieron a la familia entera y nos deportaron. Luego, gracias a un japonés para quien recogíamos fresa, pudimos regresar con papeles. Nos establecimos en otro campamento de trabajadores, en barracas de la Segunda Guerra Mundial adaptadas como viviendas. Mi papá ya no podía trabajar por los dolores de espalda, así que mi hermano y yo trabajábamos más de 30 horas semanales como conserjes para sostener a la familia”.
Ahí, entre tareas escolares y turnos de limpieza, surgía un futuro. No el prometido por los discursos oficiales, sino uno escrito a lápiz, en libretas recicladas. Lo más notable: en ese relato no hay heroísmo exagerado ni drama impostado. Hay hechos. Dignos y crudos. Lo que ocurre cuando el esfuerzo se vuelve cotidiano.
—Este libro no sólo es tuyo —le dije—. Da voz a millones de niños y adolescentes migrantes que siguen siendo ignorados por el sistema.
Respondió sin adornos:
«Ese fue mi propósito. El trabajo de quienes recogen los frutos que este país consume no se respeta. Son ignorados. Lo mínimo que podemos hacer es mirarlos, reconocerlos. He querido mostrar que hay mucho por aprender de su fortaleza, de su espíritu”.
Hay un tema que atraviesa cada página: la identidad. ¿Cómo se construye cuando se es extranjero en ambos lados? ¿Qué hacer cuando el país que se pisa te niega y el país que te vio nacer parece lejano?
«Mi papá me decía: ‘Panchito, siéntete orgulloso de ser mexicano. Nunca nos niegues’. Eso me marcó. Pero también crecí aquí, en Estados Unidos. Les digo a mis estudiantes que pueden abrazar lo mejor de ambas culturas. No hace falta rechazar una para aceptar la otra”.
Lo dice alguien que conoce las dos orillas. Que sabe lo que es hablar con acento en ambos idiomas. Que reconoce los defectos y virtudes de cada lado.
«De México valoro la familia, la comunidad, el respeto, la esperanza. Del otro lado, también hay cosas valiosas. Pero rechazo el machismo, como también rechazo el individualismo agresivo del modelo estadounidense. Nosotros no avanzamos solos. Lo que somos está tejido en colectivo”.
En ese punto, la conversación se volvió memoria pura. La palabra “vergüenza” flotaba. Vergüenza del origen, del idioma, del trabajo.
«Cuando empecé la escuela, nos castigaban si hablábamos español. Repetí el primer grado porque no sabía inglés. Me callaba. Pensaba: si no aceptan mi idioma, tampoco aceptan mi cultura. Por eso siempre he defendido la educación bilingüe. Les digo a mis alumnos que si pierden su idioma, perderán una parte de sí mismos”.
Entonces, vino la historia de la libretita. El momento más puro de toda la conversación.
«Mientras trabajábamos en el campo, yo llevaba una libretita en el bolsillo. Ahí anotaba palabras nuevas, tablas de multiplicar, cosas que debía aprender. Pero un día se quemó nuestra vivienda en el campamento. Perdí la libreta. Estaba desconsolado. Mi mamá me dijo: ‘¿Recuerdas lo que escribiste?’. Le dije que sí. ‘Entonces, hijo, no todo se ha perdido’. Entendí que el conocimiento ya era parte de mí. Que esa libretita se había convertido en algo que nadie podía quitarme”.
Quedamos en silencio unos segundos. Era evidente que lo que ardió en aquel incendio fue papel, no memoria.
—Y en esa época donde buscabas un hogar, encontraste refugio en el aprendizaje —le dije.
Él asentó. Con una mezcla de ternura y convicción dijo:
«Así es. Lo que aprendí fue mío para siempre”.
—Hoy tus libros se leen. Has pasado de ser jornalero a académico. ¿Qué significó para ti esa transformación?
«Le debo mucho a mi familia, a mis maestros y a Andrés, quien fue mi profesor en la Universidad de Columbia. Gracias a él pude profundizar en nuestra cultura. También aprendí que todas esas experiencias de niño han guiado mi vida entera. Escribo, enseño, y doy charlas en comunidades porque quiero compartir ese legado. Agradecer”.
En sus palabras no hay queja. Tampoco hay redención barata. Hay conciencia de que las cosas pudieron no ser así. Que haber cargado con una libreta no aseguraba nada. Pero lo hizo.
Antes de despedirnos, le lancé una última pregunta:
—Después de cruzarla tantas veces, ¿cómo definirías hoy la frontera?
«Las fronteras nos dañan. Son límites que, más que proteger, dividen. Deberían existir para ayudar, no para separar. No hablo sólo de las físicas. Me refiero también a las que se construyen con muros mentales y políticos. Son barreras que impiden abrir caminos hacia una vida más humana”.
En ese momento comprendí que Cajas de cartón y Senderos fronterizos no son sólo historias familiares. Son una forma de mirar el mundo desde el borde. Y escribir desde ahí no es gritar ni llorar: es narrar con honestidad lo que se ve cuando se camina al ras del polvo, de la nada.
Francisco Jiménez no buscó ser ejemplo. Pero lo es.
No quiso ser símbolo. Pero ahí está. Con su libretita invisible aún en el pecho.
Con las palabras exactas para nombrar lo que muchos han vivido, pero pocos han podido contar.

