Entrevista con Jimena Inch 

Por Armando Noriega

La entropía poética

Recuerdo la primera vez que pensé en cómo escribir sobre Jimena Inch. Fue también la vez que quise contactarla, como si la escritura y el encuentro hubieran nacido juntas en un mismo impulso. La miraba desde la distancia tibia de Instagram: historias, publicaciones, pequeños destellos de su universo. Sin embargo, había algo en su música —esa mezcla de silencio, poesía y experimentación— que me empujaba a buscarla, a tender un puente. No era solo un ejercicio periodístico; era la certeza de que, si no lo intentaba, me perdería la oportunidad de entrar en un territorio donde el desorden se convierte en obra y la entropía se transforma en canción.

“Uy, mira, me pongo chinita. Porque me acuerdo del proceso y digo, el proceso sigue vivo, ¿sabes?”, dijo mientras hablaba del disco, recordando los cinco años de trabajo que terminaron en Entropía. Cada canción, cada silencio, cada verso tiene un sentido que se alimenta de lo personal y lo colectivo. Había poemas que surgieron mientras componía, fragmentos de vida que pidieron ser escuchados a través de las voces de amigos y colaboradores, grabados con celulares, imperfectos, humanos. “Lo hice en Guadalajara. Fue ir escuchando cada frase y encontrarle su entonación o su juego lindo al oído de lo que ellos grabaron”. Esa meticulosidad no era técnica fría: era el deseo de mantener la vida intacta dentro del disco.

El silencio, me enseñó, es tan vital como la música. “Para mí, el silencio es un regalo enorme. Sin pausas no hay música”, dijo, y en ese instante hubo un silencio real, que se sintió más fuerte que cualquier frase. Ese instante fue la definición más honesta de cómo percibe el mundo: un espacio para mirar, sentir y vivir de verdad lo que está pasando, sin la interferencia constante del ruido externo ni del interno. La industria musical podría intentar sofocar su creatividad con métricas y virales, pero Jimena sabe que su camino no se mide en números. Se mide en ciclos, en respiraciones, en rachas de inspiración y descanso, en la relación íntima con su propio cuerpo y mente.

Desde muy pequeña supo que la música sería su lenguaje. Creció rodeada de arte: literatura, teatro, danza, música sacra que interpretaban su bisabuela y su tía, aunque nunca fue creación propia. La diferencia era sutil pero vital. “Interpretar es creación, sí, pero no compartes lo tuyo, lo propio, lo más vulnerable”, explicó. Su primer concurso de canto fue a los cinco años, cantando Un millón de amigos de Roberto Carlos, y ganó, no por ambición, sino por amor a la música. Ese impulso, esa necesidad de cantar, nunca se detuvo. Pasaron los años, mudanzas y silencios intermedios, pero a los catorce decidió que nunca dejaría de cantar. La composición, en cambio, llegó más tarde, primero tímida, guardada, casi vergonzante, hasta que el encuentro con la banda Hombre Árbol le permitió confiar en sus ideas y letras.

Ser independiente significa multiplicar los roles hasta el infinito. “Tienes que ser tu propia productora, tu propia diseñadora, tu propia community, tu propia manager”, decía mientras hablaba de la tensión constante entre la creación y la gestión. Es un trabajo que no se triplica: se multiplica, y muchos no lo entienden. Entre ensayos, composición y shows, se intercalan correos, diseños y gestiones que no tienen nada que ver con la música, pero si ella no los hace, nadie más lo hará. Aprender a adaptarse, a reconciliarse con la carga de lo autogestivo, fue parte del proceso de madurar como artista independiente.

Su proceso creativo es cíclico, ligado a la intensidad de cada momento, a la condición de habitar un cuerpo que también respira en ciclos. Hay temporadas de escritura intensa, meses de silencio y autoexigencia. Ahora, con la beca PECDA, se enfrenta a la tarea de componer cinco canciones nuevas, explorando la ciclicidad de la vida. La música y la composición no son un acto lineal ni predecible: surgen de la combinación de atención, silencio y estímulos que recibe de su entorno, siempre abiertos, a veces sobrecargados, siempre intensos.

“Lo mío es la voz”, confiesa, aunque toca guitarra, piano y ukulele. Este último fue el instrumento que dio nacimiento a su primera canción, Carta de Disculpas. Acercarse a los instrumentos es un juego intuitivo, un deleite, no una obligación. Dejar que la música fluya sin estructuras rígidas, sin fórmulas, es parte de su método y de su manera de relacionarse con el arte.

El teatro también ha sido una forma de expansión artística. Su obra Impostoras y la banda sonora que compuso para ella la conectan con la dramaturgia y el drama de la vida. Los videos, como el de Entropía, reflejan esa sensibilidad escénica y su visión estética: “Muy bien. Muchas gracias. La verdad es que yo soñaba con ese video desde hace mucho tiempo, y me sentí con total libertad creativa… era complejo traerlo al mundo, pero lo hice con las personas adecuadas”. Azul del agua, dramatismo sutil, presencia escénica: todo habla de quién es y cómo ve la vida.

La risa también formó parte de la conversación. Entre reflexiones sobre el peso de lo independiente, los roles multiplicados y la disciplina de componer, nos descubrimos lanzando pequeñas bromas. Yo, medio en serio medio en juego, le dije que quizás debería dedicar más tiempo a ensayar nuevas canciones que a hacer diseños y correos. Ella me respondió con esa mezcla de ironía y ternura: “Uy, Dios mío, sí, pero si no los hago yo, nadie los hace”. La broma quedó flotando, como una verdad compartida entre quienes trabajamos en proyectos autogestivos.

Aún así, la música no se detiene con un disco. Algunas canciones quedaron fuera de Entropía, pero Jimena no las descarta: todas merecen existir. Jimena sigue escribiendo y compartiendo su obra, respetando el ciclo de cada canción, de cada proyecto, de cada silencio. Su tiempo y energía están repartidos, pero la disciplina y el amor por lo que hace le permiten sostenerlo todo sin perder la esencia.

Y siempre están las influencias. Cantautoras latinoamericanas le han enseñado nuevas narrativas y maneras de contar historias desde sí mismas. También artistas internacionales, de Nueva Zelanda a Noruega, le han mostrado cómo expandir su visión del mundo. “Las cantautoras vienen y ponen cosas nuevas sobre la mesa… me inspiran mucho las mujeres que hacen música, pero mucho”, dice, dejando entrever su fascinación por quienes, como ella, buscan crear sin ataduras.

Jimena también habló de la poesía, de cómo últimamente había regresado a leer versos con la misma avidez con la que escucha canciones. La poesía le abre caminos, le da otro tipo de ritmo, otra respiración. Ese cruce de artes se nota en sus composiciones, que tienen un pulso lírico casi narrativo, como si fueran fragmentos de un poema extendido. Quizás ahí está la clave de su voz: en esa mezcla de cantautora y poeta, de música y silencio, de sonido y palabra escrita.

Al final de la charla, quedó claro que Jimena Inch no solo hace música: habita en ella, la deja entrar y salir de su vida, la administra, la siente y la comparte. Sus silencios, sus instrumentos, sus ciclos, sus colaboraciones y sus sueños forman un mosaico complejo que solo puede sostener alguien que elige cada día ser fiel a su voz. Incluso cuando la industria aprieta, incluso cuando los días se vuelven múltiples oficios y responsabilidades, sigue andando en el camino que decidió desde niña, en los concursos de canto, sin saber aún que esa música sería su manera de existir.

JIMENA INCH