La serie Adolescencia de Netflix no es solo una ficción sobre un crimen juvenil; es un espejo incómodo que nos enfrenta con preguntas que preferimos esquivar. Su narrativa, construida en largos planos secuencia, no nos permite desviar la mirada. Nos obliga a permanecer en el instante del conflicto, en la incomodidad de lo real, en la herida abierta de una sociedad que produce violencia y luego se sorprende al verla reflejada en sus jóvenes.
La historia de Jamie Miller, un adolescente acusado del asesinato de una compañera de clase, es el núcleo de una serie que trasciende el género criminal para convertirse en un manifiesto filosófico sobre la condición humana. No estamos ante un relato de buenos y malos, sino ante un dilema existencial que atraviesa el tiempo: ¿la sociedad moldea al individuo o el individuo es responsable último de su destino? Es una pregunta que ha obsesionado a la filosofía desde que Rousseau afirmó en El contrato social que el ser humano nace bueno, pero la sociedad lo corrompe. Jamie, atrapado en un contexto donde las redes sociales, la masculinidad tóxica y la indiferencia adulta lo arrastran a un camino sin retorno, parece encarnar esta idea.
Sin embargo, si miramos la serie a través de la lente de Nietzsche, encontramos una interpretación distinta. En La genealogía de la moral, el filósofo alemán desmonta la idea de una moral universal y nos advierte que los valores que rigen nuestras sociedades no son innatos ni eternos, sino que han sido construidos por quienes detentan el poder. En este sentido, Jamie no es solo un producto de su entorno, es un símbolo de la lucha entre las viejas y las nuevas formas de poder. En un mundo donde la validación se mide en likes, donde las figuras masculinas dominantes promueven la violencia como un valor, Jamie no solo es una víctima, sino también un agente de su propia transformación. No hay pureza original que haya sido mancillada por la sociedad, sino una batalla constante entre impulsos, influencias y estructuras de poder.
La serie nos presenta un mosaico de personajes que, en lugar de esclarecer el caso, nos hunden más en la incertidumbre. El detective a cargo de la investigación es quizás el mayor ejemplo de ello. Pese a su experiencia y su aparente dominio de la situación, es incapaz de observar la verdad de lo que ocurre, incluso en su propio hogar. Su hijo adolescente sufre acoso escolar, pero él no lo sabe o prefiere no verlo. Su papel en la historia es una metáfora brutal: representa a los adultos que creen comprender el mundo juvenil, pero en realidad están ciegos ante su propia inoperancia. La trama nos grita que no basta con investigar el crimen; hay que entender el tejido social que lo hizo posible.
Por otro lado, la trabajadora social que trata de comprender a Jamie es un personaje clave. En un capítulo magistral, de 50 minutos ininterrumpidos de diálogo entre ambos, la serie nos da un respiro del thriller para sumergirnos en un duelo filosófico sobre la culpa, la responsabilidad y la paternidad. Aquí es donde Adolescencia se desmarca de otras series del género: no busca ofrecer respuestas inmediatas ni redenciones simplistas, esas están claras desde el principio. Jamie no se confiesa ni se justifica; simplemente existe, atrapado en una maraña de emociones que ni él mismo logra descifrar. La trabajadora social, por su parte, intenta racionalizar lo que quizás no tenga explicación. En este episodio, la serie nos recuerda que, en un mundo de juicios rápidos y titulares sensacionalistas, el silencio de los personajes es más elocuente que cualquier discurso.
Pero quizás el golpe más demoledor de Adolescencia llega con la familia de Jamie. A medida que avanza la serie, vemos cómo el peso del crimen los desgasta, los fragmenta, los convierte en fantasmas de lo que alguna vez fueron. La madre, el padre, la hermana: todos quedan atrapados en la espiral de dolor, de culpa, de preguntas sin respuesta. Al final, en una de las líneas más devastadoras de la serie, la hermana pronuncia una frase que lo encapsula todo: «Jeime es nuestro». No hay escapatoria. Jamie no es solo el hijo o el hermano: es el reflejo de una familia que deberá cargar con su historia para siempre. Su crimen no es solo suyo, sino de todos.
En este sentido, la serie nos obliga a reflexionar sobre la crisis de la educación emocional en la era digital. Si Rousseau creía que la solución estaba en una educación que preservara la bondad natural del ser humano, y Nietzsche desconfiaba de toda moral impuesta, Adolescencia nos deja atrapados en un vacío filosófico. No sabemos si hay una solución. Lo único seguro es que el problema está ahí, visible, inquietante.
Quizás la mayor lección de la serie es que no existen respuestas fáciles. Jamie podría haber sido cualquier adolescente. Su historia es la de una generación que crece bajo el peso de expectativas contradictorias, expuesta a discursos de odio, educada por algoritmos y juzgada por adultos que tampoco entienden el mundo en el que viven. No es la historia de un solo crimen, sino de un sistema que se repite, una y otra vez, como una tragedia inevitable.
Al final, Adolescencia no nos ofrece certezas, sino inquietudes. Nos deja en el umbral de una pregunta que no queremos hacernos: ¿hasta qué punto somos responsables de los monstruos que creamos? Y en ese vacío de certezas, quizás, podamos comenzar a entender el verdadero drama de nuestra era.