Hasta siempre, Papa villero: reflexiones de una feminista latinoamericana

Por Constanza Jáuregui Tama
Cuenca, Ecuador

Tenía doce años y muchas dudas. No sobre Dios, pero sí sobre la Iglesia. En catecismo me incomodaba tener que callar lo que pensaba: mis ideas de justicia, mis preguntas incómodas, mi incipiente feminismo que no encontraba espacio entre los dogmas de una iglesia ortodoxa.

Crecí viendo cómo mi madre y mi padre, militantes de izquierda que nunca se casaron —por lo cual mi sola presencia ya era problemática para la catequista—, se jugaban la vida en la defensa de los más vulnerables, mientras el mundo parecía desmoronarse en injusticias. La Iglesia, en ese momento, me parecía demasiado silenciosa y lejana.

Fue entonces, un mediodía cualquiera en el que almorzaba con mi madre en un comedor cercano a su trabajo, que vi la transmisión en la tele: Habemus Papam. Jorge Mario Bergoglio, argentino. El primer Papa latinoamericano de la historia.

¡Un Papa del sur! ¡Un Papa que hablaba nuestro idioma! ¡Un Papa que conocía las villas, las dictaduras, los piquetes y los desaparecidos! Se decía que era cercano a los Kirchner, a los peronistas, a los movimientos populares. “Dicen que es comunista”, le escuché en tono desconfiado a una de las señoras presentes. Yo, con la rebeldía propia de la preadolescencia y ya cercana a los movimientos de izquierda, fingí desinterés. Pero por dentro, algo se movía.

Ese algo se transformó en certeza cuando lo escuché hablar. No hablaba desde el púlpito, sino desde la calle. Desde el amor, la compasión, la escucha. No vino a juzgar, vino a abrazar. No hablaba de la culpa, hablaba de la ternura. De pronto, las palabras del Evangelio me volvían a hacer sentido. Y lo hacían sin violencia, sin misoginia, sin culpa. A mis catorce años, ya feminista, me volví a acercar a Dios… pero a través de Francisco.

Mientras leía a Marx y a Silvia Federici, a Gioconda Belli y a Galeano, también leía a Camilo Torres, a Monseñor Leónidas Proaño y al padre Arnulfo Romero. Entendí que había una historia de fe y revolución que el Norte había intentado esconder. Una fe popular, liberadora. Que los curas también podían estar del lado del pueblo. Que el Evangelio podía ser bandera de lucha.

Y Francisco estaba allí. En la plaza de San Pedro, en una silla blanca que nunca usó como trono. Lavando los pies a mujeres musulmanas. Abrazando a personas con VIH. Recibiendo a presos y a refugiados. Diciéndole al mundo que no bastaba con caridad, que había que hablar de justicia. Que el capitalismo mata. Que “esta economía excluye, esta economía mata”.

Cuando llegué a la universidad en 2020, me tocó una tarea que me marcó: leer Fratelli Tutti y el Manifiesto Comunista, y responder a la pregunta: ¿el Papa es comunista? Leí fascinada. Descubrí que no, no lo era. Pero hablaba de redistribución, de cooperativismo, de respeto a la dignidad y a la autodeterminación de los pueblos. Hablaba de fraternidad, pero no como consigna vacía, sino como un llamado a la acción. Incluso, alguna vez el Papa había dicho que todos los que militaban la lucha de los pobres, eran cristianos por naturaleza, incluidos los comunistas reacios que renegábamos de la fe.

Y entonces, dejé de sentir vergüenza de decir que era feminista y empecé a hablar de religión desde esa visión liberadora, disputando el discurso conservador de un Jesucristo lleno de ira, que castiga y oprime. Porque mi fe no era sumisión, era amor en acción. Porque encontré en la Teología de la Liberación un espacio de coherencia entre lo que creo, lo que hago y lo que sueño.

Bajo la idea de pasar de la crítica a la práctica, empecé a militar cada fin de semana, cada feriado, cada periodo vacacional, junto a compañeros y compañeras en nuestras comunidades, en escuelas, en barrios periféricos, en canchas y en universidades. Allí entendí que había un feminismo popular y católico. Junto a las niñas y niños, reescribimos la historia e hicimos cuentos sobre María Magdalena y la Virgen María, no como figuras pasivas o sumisas, sino como mujeres sabias, indispensables en la historia. Rescatábamos su rol, como lo hizo Francisco, contando lo que por siglos fue silenciado.

No íbamos a evangelizar. Utilizábamos las herramientas de la educación popular y la teología de la liberación para formarnos críticamente, para problematizar la división de clases, para dialogar con los y las vecinas sobre lo que decía el Evangelio: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al Reino de los Cielos”. Y así, la Biblia se nos volvió un espejo para entender la injusticia estructural, para dejar de normalizar el enriquecimiento del 1% a costa de las grandes mayorías y comenzar a organizar la esperanza.

Francisco nos quitó el peso de la culpa. Nos dijo que no estábamos solas. Nos legitimó ante nuestras familias, que tantas veces veían nuestra libertad como pecado. Nos defendió ante la propia Iglesia, la misma que tantas veces nos negó. Nos recordó que la fe no debía doler, que no era resignación sino decisión. Que amar a Dios también podía significar levantar la voz, rebelarse, exigir pan, tierra y dignidad, tal como lo hicieron los compañeros indígenas ante los cuales se disculpó por la colonización, exigiendo reconocimiento y reparación.

El Papa cumplió la misión de Jesús en la tierra, más que nunca, cuando se reunió con jóvenes LGBTIQ+, cuando pidió perdón a las víctimas de abuso sexual, cuando abrió las puertas del Vaticano a los movimientos sociales, cuando dijo que la mujer no es “funcional” en la Iglesia sino imprescindible.
Nos estaba hablando a nosotras. A las que amamos distinto, a las que pensamos distinto, a las que creemos con el corazón abierto.

Y ahora, que deja el plano terrenal, justo un día después de la Resurrección de Cristo, renace también en nuestras organizaciones y colectivos el compromiso de actuar con la misma coherencia con la que él vivió. Del lado de las villas, de los campesinos, de las mujeres, de los niños, de Palestina, de los que cruzan fronteras con la esperanza rota. Del lado de quienes no tienen lugar en la mesa… salvo que alguien como él, se atreva a extenderla, incluso, el día de su cumpleaños.

Porque su ausencia física deja un vacío vacío espiritual, pero también y sobre todo, un abismo político. En este tiempo donde resurgen los autoritarismos, se libran guerras por recursos y se naturaliza el desprecio por la vida de los más vulnerables, se marcha una figura que nos recordaba que el Evangelio también puede ser una trinchera frente a la barbarie. Nos preguntamos, con temor: ¿volverá la Iglesia a ser aliada de las élites más conservadoras? ¿Cómo podemos mantener esta corriente disidente frente a la avanzada de las posturas reaccionarias?

Francisco fue una anomalía en la historia reciente del Vaticano: una voz incómoda en una institución muchas veces aliada del poder. Denunció el neoliberalismo, el militarismo y el odio a los migrantes.

Por eso, desde nuestras trincheras, nos toca sostener la llama. Como movimientos sociales, no podemos claudicar. No podemos permitir que la fe vuelva a ser utilizada para justificar el castigo, el miedo, la sumisión. Nos toca defender una espiritualidad viva, comprometida, encarnada en las luchas de quienes siguen soñando con un mundo más justo. Defender a ese Cristo vivo que camina con las víctimas, que denuncia a los poderosos, que multiplica el pan y que, en vez de condenar, abraza.

Porque la fe, como decía Francisco, “no es una luz que disipa todas nuestras tinieblas, sino una lámpara que guía nuestros pasos en la noche”. Y la encontramos en las ollas populares, en el abrazo de nuestras amigas luego de épocas difíciles, en la digna rabia organizada del pueblo que defiende a sus jubilados, que exige medicinas en los hospitales, que sueña con un mundo “donde quepan todos, todos, todos”, como dijo en Lisboa (2023).

En la militancia barrial encontramos la fe en el uno y la otra. Y a veces, quienes más compromiso mostraban con las causas populares y la transformación de condiciones sociales, no eran los “militantes profesionales” y los marxistas ortodoxos, sino los párrocos y curas barriales, los mismos que organizaban la merienda y después citaban algún pasaje o poema revolucionario. En esa Iglesia callejera, insurrecta, encontramos comunidad y sentido.

Francisco rompió protocolos, se negó a vivir en el palacio pontificio y eligió la sencillez. Fue criticado por ello, como lo fue Cristo: un hombre moreno, nacido en la Palestina que hoy defendemos y a la cual el Papa la soñó “libre, independiente y soberana”.

Fue justamente ese rechazo a los lujos lo que acercó la Iglesia al pueblo, incluso a quienes no son católicos. Con su ejemplo, nos recordó que seguir a Jesús no es reinar desde el oro, sino vivir desde el barro. Y desde ese barro, Francisco sembró ilusiones de un mundo distinto y construyó puentes entre “los otros”.

Entonces, cuando nos señalan la incoherencia de ser feministas o militantes y al mismo tiempo creer, rezar o encontrar esperanza en una institución que ha cometido atrocidades… Tenemos una respuesta. Una respuesta de fe y ternura, de memoria y rebeldía. Guiadas por una teología que no claudicó ante dictaduras, ni ante élites económicas y políticas organizadas en sectores de la Iglesia. Reinventamos la espiritualidad y revivimos la Iglesia callejera, popular, insurrecta.

Porque sí: somos feministas y creímos en Francisco. Porque en su palabra encontramos refugio y rebeldía, coherencia y ternura, acción y verdad.

Hasta siempre, papa villero.
No fuiste perfecto, pero fuiste profundamente humano. Y en tu humanidad, hiciste que muchxs —aun quienes dudamos de la Iglesia— nos reencontráramos con Dios a través de las manos cuarteadas de nuestros pueblos y la sonrisa profunda de quienes, en épocas neoliberales, se agarran de la fe para resistir.

“Ya es hora de que los pobres vuelvan a tener la palabra. Es hora de volver a escandalizarse ante la realidad de los niños, víctimas inocentes de todo tipo de violencia. Es hora de que la violencia contra las mujeres se detenga. Es hora de romper el círculo de la indiferencia y descubrir la belleza del encuentro y del diálogo.” — Papa Francisco