Cuerpos, voces y raíces: la historia de Aketzaly Verástegui

Por Armando Noriega

La entrevista fue virtual, vía Zoom. La pantalla iluminaba el rostro de Aketzaly Verástegui, pero era su voz la que llevaba el peso de la conversación. Tenía la cadencia de quien ha pensado mucho en sus palabras, el tono firme de alguien que ha tenido que pelear por su lugar. Desde el principio, me quedó claro que no era una entrevista común. Esta era la historia de alguien que se había construido a sí misma, ladrillo a ladrillo, en una industria que a menudo ignora.

«Entré a CasAzul sabiendo que no era mi mundo”, me dijo casi de inmediato. «Es una escuela de privilegios. La colegiatura no era barata, pero mi papá hizo un esfuerzo enorme para que pudiera estudiar ahí”. Esa frase, tan sencilla y tan cargada de implicaciones, me dejó pensando en todo lo que implica «pertenecer». Ella, junto con otros tres compañeros, sintió desde el primer día el peso de no encajar, de habitar un espacio donde los códigos culturales y sociales eran completamente ajenos. «Lloramos mucho. Era como estar en un mundo paralelo. Hablaban de temas, de contextos, de referentes que yo no conocía. ¿Cine? ¿Teatro? Yo crecí viendo telenovelas, El Chavo del 8. Para mí, eso era lo máximo. Pero ahí todo giraba en torno a cine, teatro y series… de gente blanca, para gente blanca”.

La imagen que me describió quedó flotando en mi cabeza: una joven, sentada en un aula, rodeada de rostros que parecían hablar un idioma distinto, no por las palabras, sino por los códigos no dichos. Pensé en lo brutal que debió ser esa experiencia, esa sensación de querer huir, de desertar. Sin embargo, se quedó. «No sé por qué no deserté”, admitió. «Quizá porque mi papá estaba haciendo tanto esfuerzo. Quizá porque algo dentro de mí sabía que esto era importante. Pero durante toda la carrera me lo cuestioné: ¿por qué no hay más como yo aquí? ¿Por qué no hay más como mi abuela, como mi mamá, como mi familia?”.

Esa pregunta no era, aún, un manifiesto político. Era un cuestionamiento visceral, casi infantil, nacido de la incomodidad de no verse reflejada en el espacio que ocupaba. «No sabía nada de estadísticas, ni del 85% de los mexicanos que son prietos, nada de eso. Solo pensaba: esto no se parece a lo que yo conozco, a mi realidad”. Pero al terminar la carrera, ese pensamiento había evolucionado. «Cuando salí, ya tenía claro que algo estaba mal en nuestra industria. No hay una representación real, completa. Al entrar al cine, al empezar a trabajar en series, en películas, lo confirmé. Lo que sentí en CasAzul no era solo mi percepción: era la realidad”.

Mientras la escuchaba, no podía evitar sentir la fuerza de su relato. Su camino no fue una línea recta, sino una serie de cuestionamientos, de pasos inciertos que poco a poco la llevaron a formar parte de colectivos como Poder Prieto. «Ahí fue donde todo cambió”, dijo con una sonrisa que por un momento iluminó la pantalla. «Conocí a grandes compañeros, como Tenoch Huerta y Maya Zapata. Ellos, y estar en ese espacio, me ayudaron a expandir mi mente aún más. A entender que no estaba sola, que había otros luchando por lo mismo”.

Había algo profundamente poético en su trayectoria, una narrativa que oscilaba entre la resistencia y el descubrimiento. Aketzaly Verástegui no solo estaba construyendo una carrera en el cine; estaba, con cada paso, reconfigurando la idea de quién tiene derecho a contar historias y ser visto.

Su voz tenía un eco suave, pero sus palabras eran firmes. Había algo en su manera de hablar que te atrapaba, una sinceridad que no pedía permiso. No había rodeos, no había preámbulos innecesarios.

«Desertar no es de cobardes”, afirmó, como si estuviera estableciendo un principio universal. «A veces es lo único que puedes hacer para sobrevivir, sobre todo si no te sientes parte de algo. Pero yo decidí quedarme. No por valentía, sino por necesidad. Mis tres amistades en CasAzul me ayudaron muchísimo. El día que terminamos clases, salimos juntos y lloramos por todo Reforma. Lloramos porque, a pesar de haber llegado hasta el final, esa sensación de no pertenecer nunca se fue. Yo venía de otro lado, de otro mundo. Comía enchiladas verdes casi todos los días, porque eso era lo que había en mi casa. Mis compañeros hablaban de yoga, y yo ni siquiera sabía qué era eso”.

Era imposible no imaginar esa escena: cuatro jóvenes caminando por Reforma, llorando, riendo, intentando entender por qué estaban ahí. No era una historia de simple resistencia; era una de transformación. «Ese día hablamos entre los tres. Dijimos: estamos aquí por algo, porque tuvimos un sueño, porque sentimos algo en el corazón que nos empuja. Nuestros papás hicieron sacrificios enormes para que pudiéramos estar aquí. Si logramos hacerlo, tal vez podamos inspirar a alguien más. Nos aferramos a esa idea, a ese sueño, porque era lo único que teníamos”.

Le pregunté cómo ese sueño comenzó a tomar forma, cómo pasó de ser una estudiante que no sentía pertenencia a pararse frente a una cámara y actuar junto a grandes actores. «Fue rudo”, admitió, y su tono cambió, como si volviera a sentir el peso de esos primeros días en el set. «Mi primer proyecto fue como protagonista en La Muerte de Juan. Estaba frente a Luis Alberti y Mayra Batalla, dos actores enormes. Me hice muy chiquita. Todo en mí decía que no pertenecía, que no estaba a la altura”.

Sin embargo, algo cambió. «Luis Alberti, que también forma parte de Poder Prieto, me abrazó mucho. Me enseñó tanto, muchísimo. Fue como un guía en ese momento. Me ayudó a entender que estaba aprendiendo, que no tenía que ser perfecta, que era suficiente con estar ahí y dar lo mejor de mí. Pero más que nada, me ayudó a confrontarme. Actuar frente a ellos fue como enfrentarme al espejo y reconocerme en el mundo que había soñado desde niña”.

Mientras la escuchaba, me di cuenta de que sus palabras eran mucho más que anécdotas. Eran pequeñas victorias en una batalla constante por construir un lugar en el que pudiera sentirse ella misma, un espacio que, al final, nunca le fue dado, sino que tuvo que arrebatar. La entrevista avanzaba, pero algo en esa imagen, en esa caminata por Reforma y en ese primer proyecto de cine, se quedó conmigo: una historia de sueños aferrados con uñas y dientes, de la voluntad de persistir incluso cuando todo parece estar en tu contra.

La entrevista avanzaba con un ritmo tranquilo, casi íntimo. Aketzaly hablaba con una mezcla de humildad y orgullo que no intentaba convencerte de nada, sino que simplemente te invitaba a ver el mundo a través de sus ojos. Su ideología, como ella misma lo explica, no era algo que hubiera buscado imponer, sino algo que inevitablemente traía consigo, como una segunda piel.

«Sí me he dado cuenta que me buscan tanto en publicidad como en cine por la ideología que traigo”, dijo, y en su voz no había vanidad, sino una reflexión genuina. «No sé si es por buscar mayor inclusión, pero, por ejemplo, en el programa Un lugar llamado México de Canal Once, la productora Sachenka me dijo que me buscó después de ver un video mío. Me comentó que fue por la fuerza con la que hablaba, que quería esa energía en la conducción del programa. En él hablamos sobre las raíces de la cultura, algo que llevo impregnado en mí. Es un proyecto que me eligió por ser Aketzaly, no por ser actriz, sino por lo que soy”.

Mientras narraba, parecía debatir internamente sobre el lugar que ocupaba en esos proyectos. «En Bandidos fui una princesa maya. Ahí me escogieron por el perfil, no tanto por la ideología. No sé si realmente ellos lo separan, pero sí me he dado cuenta de que, por lo que soy, los proyectos van llegando. Es una consecuencia de quién soy y lo que transmito. Por ejemplo, en Familia Nacional, el director, Marcelo, me dijo que le gusté por la fuerza al hablar de los temas que defiendo. Entonces, sí va muy pegado. Esto aplica para todos los actores, creo; cada uno maneja su perfil y su esencia”.

Hablaba de estos proyectos con un respeto profundo, pero también con una conciencia clara de cómo su identidad se entrelaza con su trabajo. Cuando le pregunté por sus experiencias trabajando con otros talentos, su rostro cambió, iluminándose con una especie de entusiasmo sereno.

«Trabajar con Ester y Mabel en Familia Nacional fue como entrar a otro mundo”, confesó, refiriéndose a las actrices internacionales Ester Expósito y Mabel Cadena. «Mi personaje, Socorro, fue un regalo. Es un personaje que se sale de todos los estereotipos que usualmente nos imponen a las mujeres prietas. Es fuerte, sensual, y para mí fue un reto porque, como te comenté, sigo luchando con ese síndrome del impostor. Pero el equipo fue maravilloso. Pude ver el mundo del cine desde otro lugar, un lugar de fraternidad, de tribu, de formar una verdadera familia. También estaba Silvia Navarro, que para mí fue impresionante. Ahí ves el cine no como un escaparate de talento, sino como un espacio de comunidad”.

Se detuvo un momento, como si estuviera recordando algo importante, y luego continuó: «El otro proyecto que fue muy significativo para mí es Eterno Retorno, de Pasquale Calone, que aún no se estrena. Es mi segunda película con Luis Alberti, y fue especial porque hablé náhuatl durante toda la película. Imagínate, tanto que hemos perdido de nuestras raíces, y me tocó reedificar algo de eso a través de mi trabajo. Fue un reto enorme porque, aunque el náhuatl es nuestro idioma, es complicado. Yo ya había tomado clases básicas, pero hubo palabras muy difíciles. Sin presumir, creo que se me facilitó más de lo que esperaba. Y hacerlo en el contexto de una película, en un proyecto que busca reivindicar nuestras raíces, fue algo inmenso para mí”.

Aketzaly hablaba del náhuatl con una reverencia que era contagiosa, como si cada palabra que había aprendido llevara consigo la carga de la historia, del tiempo, de las luchas de su gente. Era evidente que estos proyectos no eran solo trabajo para ella; eran una forma de reconstruir, pieza por pieza, algo que sentía que le habían arrebatado a su comunidad, a su historia, y tal vez incluso a ella misma.

Desde que era pequeña, Aketzaly Verástegui ha tenido una relación muy especial con las telenovelas. “Para qué digo mentiras, yo las veía, jugaba y decía: ‘Quiero estar ahí’”, confiesa con una sonrisa, mientras recuerda aquellos momentos de su niñez. Como muchos, soñaba con estar frente a las cámaras, pero lo que realmente la marcó fue la transformación que vivió con el paso del tiempo. A medida que fue creciendo y se fue formando como actriz, su fuente de inspiración fue cambiando, ya no solo se conformaba con los referentes típicos que le imponían. Se dio cuenta de que, para encontrar su camino, debía buscar más allá de los estereotipos.

“En mis inicios no hubo algo que me asombrara”, admite Aketzaly. Si bien, como a muchos de nosotros, los nombres de los grandes como Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro eran los que resonaban constantemente en su formación, lo cierto es que Aketzaly nunca se sintió completamente identificada con ellos. En su lugar, encontró su verdadera inspiración en actores y actrices más cercanos a su propia realidad y contexto social.

Nombres como Techo Huerta y Maya Zapata fueron esenciales para ella, ya que no solo son actores con gran talento, sino también con una carga política y social que Aketzaly admiraba profundamente. Pero fue hasta que comenzó a conocer a otras figuras dentro de la industria que verdaderamente empezó a sentir que encontraba un reflejo de sí misma en el medio. “Ahora que conozco a Mayra Batalla, para mí esa mujer es una chingona. Ángeles Cruz, una directora muy magnífica, y Mercedes Hernández, una actriz buenísima y prieta también, con ella trabajé en la serie La hora marcada”, relata con admiración. Esos referentes fueron claves para entender el tipo de actriz y persona que quería ser, alguien que no solo actuara, sino que también estuviera consciente de su entorno, de sus raíces y de lo que significa ser parte de una comunidad.

Sin embargo, a pesar de la dificultad de encontrar esos modelos a seguir dentro del cine mexicano, algo cambió en su perspectiva. Uno de los momentos más significativos de su carrera fue cuando la directora Erica Tremblay, conocida por su trabajo en Fancy Dance y protagonizada por la actriz Lily Gladstone, comenzó a seguirla. “Fue algo inspirador que gente de allá se fije en mí”, dice Aketzaly con una humildad genuina, pero también con el brillo en los ojos de quien sabe que el reconocimiento no llega solo por ser buena en lo que hace, sino también por ser auténtica.

En cuanto a su proceso creativo, la actriz de cine explica cómo fue construyendo su personaje de Socorro en Familia Nacional. Desde el principio, sabía que no podía limitarse a las ideas preconcebidas, por lo que comenzó a buscar referentes que la conectaran con la esencia de su personaje. “Lo primero que hice fue buscar referentes. Me fui a Penélope Cruz en la película Jamón Jamón y en su vestuario, vi sus películas, miré su sensualidad. Música, ¿qué escucharía Socorro? Empecé a buscar por lo interior, cómo mira, cómo seduce, cómo habla”, explica Aketzaly con pasión. Para ella, cada personaje es un proceso de profunda introspección, un viaje para entender qué motiva a su ser y cómo esa energía se refleja en cada gesto y palabra.

Una vez que encuentra toda esa información, Verástegui la hace suya, la incorpora a su cuerpo y alma. “Ya luego, con toda la información, la hago mía. Aketzaly sale con esa información. Ya como último me voy al guion, más adentro”, cuenta, señalando que la verdadera magia está en la capacidad de ir más allá de las palabras y hacer que el personaje cobre vida. Es un proceso divertido, y aunque el director Marcelo Tobar la iba guiando, la actriz también se permitía el lujo de explorar nuevas posibilidades, nuevas formas de interpretar y entender el personaje.

Como buena actriz, sabe que nada está escrito en piedra, que el proceso creativo no termina cuando se entra al set. “En el set, ya con los compañeros, muchas veces cambia. Lo que construyó se reconstruye. Nunca me caso con una idea. Es como una pieza del rompecabezas”, explica, reconociendo que el trabajo en conjunto con otros actores y el director es esencial para lograr algo verdaderamente mágico. Cada ensayo, cada conversación, cada cambio en el guion es una oportunidad para que el personaje evolucione y se enriquezca.

Por último, Aketzaly reflexiona sobre cómo le gusta que la vean en el mundo de la actuación y la dirección. “Me gusta que me vean como algo horizontal, no alguien superior”, dice con una sonrisa. Para ella, el cine y la actuación son un proceso de colaboración constante, un espacio donde la humildad, la fraternidad y el trabajo en equipo son esenciales. No busca ser una estrella ni destacarse por encima de los demás, sino aportar su energía y esencia a un colectivo, a una tribu creativa que cree en el poder de las historias. Así es como Verástegui ha logrado construir su carrera, una carrera basada en la autenticidad, la reinvención constante y el respeto por sus raíces. Y, a medida que sigue avanzando, sabe que su influencia en el cine mexicano se construirá sobre estos principios, los mismos que la han acompañado desde que era una niña soñadora frente al televisor.