En La hija cubana de Mick Jagger, Patricio Ortiz construye una ficción que mezcla el rock, el periodismo y las utopías con el arte del ilusionismo narrativo: hacer creer lo imposible.
Patricio Ortiz habla con calma. En sus frases hay humor y lucidez, la serenidad del que ha vivido entre redacciones, notas y novelas. Afuera, la mañana parece desvanecerse en un eco de guitarras: los Rolling Stones suenan lejanos, pero todavía vivos, como un rumor que se niega a desaparecer.
Le pregunto cómo nació La hija cubana de Mick Jagger, y él responde sin rodeos que
no fue planeada. “Yo en realidad quería contar otra historia, dice, la de los Talibanes del Ritmo, un grupo de cumbia metalera de Iztapalapa. Pero me di cuenta de que si quería llevarlos a Cuba necesitaba a alguien que los entrevistara. Ahí apareció Guido Wagner, un periodista alemán, que en principio era solo un vehículo para contar la historia. Luego los personajes crecieron, y sin darme cuenta, esa se volvió la historia principal”.
Todo comenzó con un documental que vio en Los Ángeles, Havana Moon, sobre el concierto de los Rolling Stones en Cuba en 2016. En esa película, dice, descubrió a un Mick Jagger distinto: un hombre que hablaba español, que se interesaba por la gente, la comida, la cultura. “Nada de rockstar mamón”, bromea. Esa fue la vibra que quiso poner en su libro: la de un músico humano, curioso, nocturno.
Ortiz lo cuenta como quien narra un accidente feliz. La novela se fue escribiendo sola, comenta, guiada por las coincidencias que suelen aparecer cuando uno se deja llevar por la historia.
“Supe que Jagger había estado en Miami en 1973. Pensé: pudo conocer ahí a una chica cubana. Y así surgió todo. A esa mujer la llamé Ángela, por una youtuber cubana que sigo. De ahí vino la idea de que Angie, la canción, estuviera inspirada en ella. Todo se fue cruzando sin plan”.
En su manera de hablar hay algo del narrador austereano: la fe en el azar como método. Ortiz no teoriza: describe los hechos con naturalidad, como si el destino literario tuviera su propia lógica secreta.
Lo que en principio parecía una historia improbable, la hija cubana de un ídolo británico, termina convirtiéndose en una reflexión sobre la identidad, la música y la verdad. Guido Wagner, el periodista que recorre la isla buscando a esa hija perdida, también emprende otro viaje: el del hombre que trata de reencontrarse consigo mismo en medio del desencanto.
El arte del “hacer creer”
Ortiz habla del make-believe como quien revela un viejo truco de magia.
“Es el arte de hacer creer”, explica, una especie de ilusionismo donde das suficientes elementos para que algo parezca verdad, aunque no lo sea”.
Lo aprendió cuando escribía columnas en Milenio. Durante el Mundial de 2002, inventó que estaba en Corea cubriendo el torneo. “Contaba cómo robaba comida de los supermercados japoneses para sobrevivir, recuerda riendo, y la gente lo creyó. Hasta cancelaron suscripciones al periódico”.
Desde entonces comprendió que la verosimilitud es el verdadero motor de la ficción. No se trata de mentir, sino de provocar credibilidad.
“El mejor cumplido que me hicieron fue de un amigo que, al leer mi novela anterior, me dijo: ‘No me acordaba de ese programa de televisión’. Pues claro que no te acordabas, le respondí, porque no existió”.
Ahí está el truco: borrar la frontera entre lo real y lo inventado hasta que el lector dude, aunque sepa que todo es ficción.
“Si lo haces bien, responde, la gente lo cree y se involucra”.
El periodista
Guido Wagner, el protagonista, es un periodista europeo en crisis, un hombre que carga con la melancolía de los medios que desaparecieron.
Le pregunto si en él hay un reflejo personal: “Tal vez”. Admite y continua: Todos los periodistas de mi generación pasamos de un oficio analógico y humano a esta era del clickbait y los algoritmos. Nos tocó ver cómo todo se derrumbaba. Me identifiqué mucho con sus dilemas, porque son los míos. Pero no es que ponga mi vida ahí; simplemente, lo entiendo desde dentro”.
En su voz hay una mezcla de ironía y ternura. Ortiz no reniega del periodismo, pero lo observa con distancia, como si hablara de un amor viejo que se transformó en otra cosa. Su novela, al final, es también una elegía: un intento por salvar algo del espíritu original de contar historias cuando ya nadie escucha.
Utopías
Le menciono que su libro parece una crónica sobre el fin de las utopías: el periodismo, el amor, la revolución, el rock.
“Yo soy un optimista irredento, responde. Tiendo a los finales felices, o al menos hacia ellos. Pero sí, tengo nostalgia por esas ideas utópicas, por recuperarlas. Aunque esté desencantado, sigo anhelando las utopías”.
Lo dice con una serenidad que no pretende convencer a nadie. Su optimismo no es ciego, sino obstinado. En un mundo que ya no cree en nada, seguir creyendo es, quizá, el último acto de rebeldía.
Los mitos y el futuro
Cuando la conversación gira hacia los grandes mitos culturales —los Rolling Stones, la Revolución Cubana—, Ortiz reflexiona con lucidez.
“Podemos evaluar muchas cosas, expone. Los Stones siguen vivos, el rock and roll sigue vivo, su música sigue viva y más chida que nunca. En cambio, el socialismo real ya no. No solo por el bloqueo gringo, sino por sus propias fallas estructurales. Hay que repensarlo todo”.
No lo dice con resignación, sino con sentido de posibilidad.
“Tenemos que reinventarnos. Hay que anhelar nuevas utopías, construir nuevos paradigmas. Si algo no funciona, hay que cambiarlo”, añade al final.
Ahí está, quizás, el verdadero centro de su novela: la idea de que todo mito, por viejo que sea, puede volver a respirarse si alguien lo cuenta con una nueva mirada.
En La hija cubana de Mick Jagger, el mito del rock y el sueño de la revolución se cruzan en una historia de búsqueda: la de un periodista que viaja por Cuba tras la sombra de una canción, y la de un escritor que, en medio del desencanto, todavía cree que una historia puede cambiar algo, aunque sea por un instante, en quien la lee.
“Escribir es un acto de ilusionismo”, me dijo antes de despedirnos.
Quizá eso sea todo: el arte de seguir creyendo.
