Entrevista con La Lá: voz que florece desde Perú

La Lá fue la primera artista peruana en presentarse en Colors, esa plataforma que desnuda el alma del músico y donde no hay artificios: solo una voz, una canción y un fondo monocromo que se vuelve universo. Desde Lima, frente a una pantalla, su presencia cruzó el océano digital hasta mi escritorio en la Ciudad de México

Por Armando Noriega

Que el diablo te pille abrazando al enemigo

Las pantallas, a veces, se vuelven milagros. Entre las interferencias de una videollamada, ella en Perú, yo en Ciudad de México, el rostro de La Lá aparece nítido, luminoso, con esa mezcla de calma y profundidad que solo tienen quienes se saben parte del mundo y no sus dueños. Me digo que la tecnología, con todo su artificio, tiene una virtud: permite que los cuerpos distantes conversen, que los artistas hablen sin necesidad de aviones ni visas, que el sonido del pensamiento cruce el continente en segundos.

La entrevista comienza con una idea: la vulnerabilidad. En su música, ese concepto no es debilidad, sino raíz. “Creo que lo vincular entre los seres humanos podría primar la confianza, la empatía y el cuidado si fuéramos conscientes de la interdependencia que tenemos entre todos”, dice La Lá con serenidad, como si cada palabra viniera de un árbol que lleva años observando. Habla de un sistema que nos enseñó a creer que somos independientes, que todo lo que necesitamos se compra en el supermercado o se saca del cajero, olvidando que detrás de cada objeto hay una red de vidas, de manos, de naturaleza.

“Esa idea de que puedes solo —continúa— es lo que nos ha hecho olvidar que somos parte de algo más grande. Entonces, para mí la vulnerabilidad es importante, la sensibilidad es importante, porque eso es lo que sostiene nuestra humanidad. Somos mortales, nos vamos a morir, nos vamos a compostar igual que la cáscara de una manzana”.

Mientras la escucho, pienso en Óscar de la Borbolla y su obsesión por lo absurdo, ese absurdo que ella también señala cuando recuerda que todos terminaremos en el mismo destino, sin importar los poderes ni las guerras. En La Lá hay una especie de lucidez dulce, una conciencia que da sentido.

Me habla entonces de su próximo disco: El Reino de Dios está entre los árboles. El título parece una plegaria, un conjuro, un manifiesto ecológico y espiritual a la vez. “Un profesor jesuita me dijo una vez que el Reino de Dios no era un lugar en el cielo, sino la consecución del amor de Dios en la Tierra. Y yo le quité lo antropocéntrico: para mí el Reino de Dios será cuando se respete a todas las especies”. Hace una pausa. “Un día iba caminando y vi un lugar lleno de árboles y pensé: si todo el planeta se viera así, lleno de árboles, habríamos entendido que todo es importante. El arbolito, el caracol, el gusanito. Todos somos importantes”.

Habla con ternura y con una claridad que desarma. Su voz, incluso a través de la pantalla, suena como si estuviera narrando una epifanía.

En algún punto le menciono aquella frase bordada en su vestido de Colors: “Que el diablo te pille abrazando al enemigo”. Sonríe, como quien recuerda un secreto. “Esa frase significa la anulación del mal. Romper la idea de la polaridad, de la oposición. El diablo mítico es menos cruel que muchos de los líderes actuales. Pero la anulación del mal se da en el amor, en el amor radical, en abrazar al enemigo. Está difícil, pero ahí está la idea”.

Lo dice con una serenidad tan brutal que me quedo en silencio unos segundos. Hay frases que no necesitan réplica.

La Lá no es una artista que se refugie en el arte como ornamento, sino como confrontación. Le pregunto por el papel del arte en medio del caos, de las guerras, del capitalismo y la ultraderecha que vuelve a levantar su voz. “A veces me pregunto para qué estamos los humanos en la Tierra”, dice. “Nos sacas del ecosistema y no pasa nada, ninguna cadena se rompe. El castor hace diques, el gusanito mueve nutrientes… ¿y nosotros qué hacemos? Pero luego veo a una mujer bailando, a una amiga cantando, y entiendo: nuestra gracia es el arte. Es lo único que sabemos hacer bien”.

El arte, dice, es la expresión de nuestra fugacidad. “Nos recuerda que no tenemos poder, que no somos eternos. Los líderes se comportan como si fueran a vivir cien años, pero se van a compostar igual. El arte nos devuelve a nuestra medida humana”. 

Su reflexión me sacude. Pienso en cómo hemos convertido la industria en una especie de jaula que mide la sensibilidad en reproducciones por minuto. “En mis redes siempre hablo de política”, agrega. “Y hay gente que resuena, que se siente aliviada de que alguien que escuchan musicalmente también hable de sus propios intereses vitales. Pero hay personas que me critican mucho por eso. En la industria no puedes hacer tus cosas si hablas de política: no te auspician, no te contratan. Pero igual lo hago desde mi lado ciudadano, humano, no como estrategia musical. Es simplemente lo que soy”.

Y ahí está la esencia: autenticidad. Esa palabra que se ha desgastado tanto en la publicidad y que en su voz recobra sentido.

Hablamos después de sus discos:  Zamba Puta, Mito y Debut.  Me cuenta que el hilo que une toda su obra es ella misma, su humanidad, su contexto. “Soy la misma persona, con las vulnerabilidades que tiene todo ser humano de Latinoamérica. Al machismo, a la política, a los vínculos. Solo soy una persona, eso creo”.

La honestidad, pienso, es su instrumento más poderoso.

Cuando le pregunto por el futuro, la pantalla se llena de una especie de esperanza artesanal. “Me gustaría promover actividades comunitarias”, dice. “En mi próximo disco quiero integrar conciertos con personas que hablen de cosas que podemos hacer en conjunto, como organizarnos en nuestros barrios para reciclar o cultivar. Quiero que mi música sirva para conocernos”.

No quiere que su nuevo disco viva solo en plataformas digitales. “Antes de subirlo quiero tocarlo muchísimo en vivo. Quiero invitar a la gente a salir de la escucha individual del teléfono, a escuchar al lado del otro. Y si se distribuye en digital, que no sea por plataformas, te mando un WeTransfer, ¿sabes? Ya es momento de dejar de creer que los canales establecidos son los únicos. Si no te sirven, les quitas poder y vas por lo artesanal, lo rústico. Eso será mejor que seguir el riel”.

Nos reímos cuando menciono la absurda métrica del éxito contemporáneo: “¿Cuántos kilos pesas en Spotify?”. Ella asiente con ironía. “Exacto. La industria te mide por eso. Pero incluso siguiendo sus reglas, muchos artistas no nos hemos hecho ricos. Lo mediático es mediático porque hay millones detrás, no porque no te saliste del Spotify”.

La Lá habla con la convicción de quien ya no necesita aprobación. La pantalla sigue encendida, pero por momentos olvido que hay un continente de por medio. Hay algo profundamente humano en esa conexión digital: la voz, el gesto, el pensamiento compartido.

Antes de despedirnos, le pregunto si quiere agregar algo. Sonríe, dulce y firme:
“Que amo mucho México, que siempre que voy me siento feliz, como en casa, y que les mando muchos cariños”.

Cierro la videollamada y la pantalla se oscurece. Afuera, en la Ciudad de México, el ruido sigue su curso. En algún lugar de Perú, La Lá tal vez vuelve a seguir en la escritura de una canción. Pero algo queda suspendido en el aire: la certeza de que el arte, cuando nace desde la sensibilidad, la comunidad y la vulnerabilidad, sigue siendo lo que nos salva del absurdo.