Pasaba el mediodía y yo recorría las calles de la colonia Condesa, bañada de un calor, aquellos aún soportables de la temporada, cuando apareció la fachada de la Rosario Castellanos con un resplandor cálido y casi cinematográfico. En el interior, el bullicio característico de una librería repleta: pasos sobre los pasillos, el murmullo discreto de lectores y empleados, el suave deslizar de páginas. Era el escenario perfecto para hablar de literatura, y más, de una obra que cuestiona el peso de la memoria y la identidad.
El escritor llegó puntual, con la serenidad de quien encuentra en las palabras un refugio y una trinchera. Tras un saludo breve, nos dirigimos a uno de los sillones escondidos e íntimos de la librería. El aroma del café recién molido se mezclaba con las voces de fondo y, en ese espacio de relativa calma, comenzó la conversación sobre Pasado Cero, novela más reciente de Óscar de la Borbolla.
“Este libro no tiene respuestas fáciles”, advirtió al principio, mientras se acomodaba en el sillón. Tenía razón. Conforme avanzaba nuestra charla, quedó claro que su obra no solo es un relato, sino un intrincado laberinto de símbolos, un rompecabezas en el que cada pieza parece tener múltiples significados.
Pasado Cero no es una novela convencional. Es una obra que respira filosofía y despierta preguntas, un viaje por los territorios de la fragmentación, la memoria, el tiempo, la identidad y el olvido. Se lo comento al autor al inicio de nuestra charla, como un intento de sintetizar su esencia. Él asiente con una leve sonrisa y responde:
“Mira, lo has planteado muy bien. Quise trabajar con un personaje del que yo no supiera nada. Cosa extraña porque, normalmente, uno tiene claro quiénes son sus personajes. Los construye, los moldea, les da un mundo con quien dialogar. Pero aquí quise construir todo lo contrario. Soy un escritor experimental, ¿sabes? Empecé con Las vocales malditas, que es un experimento completo, y en todas mis obras he seguido por esa línea. En este caso, me propuse escribir una novela geométrica”.
El entusiasmo en su voz es palpable mientras describe el andamiaje de la obra. “En el primer capítulo marco lo que podrían ser los axiomas, como en una fórmula matemática: un hombre relativamente joven despierta en un aeropuerto disfrazado de mujer. Tiene varios pasaportes, una maleta con una considerable suma de dinero y ningún recuerdo de quién es o cómo llegó ahí. A partir de ese momento, el lector descubrirá, junto al personaje, que nada es lo que parece”.
La trama, no avanza de forma lineal, se despliega como un intrincado mapa de interrogantes, un rompecabezas en el que las piezas, más que encajar, parecen multiplicar las posibles interpretaciones.
“Poco a poco, el protagonista se va encontrando con distintas identidades, como si los personajes con los que interactúa le tendieran máscaras, versiones de sí mismo que él no recuerda haber sido. La trama está diseñada con la intención de ser una novela de aventuras, casi un thriller: veloz, llena de giros, de eventos inesperados que mantienen al lector en movimiento constante. Pero, de igual forma, hay una profundidad reflexiva que va surgiendo a propósito de lo que define nuestra identidad”.
Hace una pausa, buscando medir sus palabras con precisión. “Mi formación de filósofo siempre ha estado presente en mi literatura. Me gusta usarla como un vehículo. No para entorpecer la narración con ideas densas, sino para que la historia tenga otra capa, un fondo que la haga intensa, que resuene más allá de la acción superficial. En Pasado Cero, me tomé la libertad de introducir a un personaje, un pensador, con quien se genera una conversación. No es solo una trama; es también un experimento, una apuesta por lo que llamo literatura geométrica”.
Sus manos gesticulan mientras habla, subrayando la pasión que pone en su explicación. “No sé si lo que hice tenga algún antecedente, mi intención era de una manera distinta. Venía de obras donde ya había explorado el experimento y la gracia en el lenguaje, pero esta vez quería ir más allá, probar algo que no intenté antes. Una nueva forma de contar”.
El autor se detiene, como si invitara al lector a sumarse a esa búsqueda, a ese juego donde la memoria, la identidad y el tiempo no son respuestas, sino preguntas abiertas que se despliegan página tras página.
“El cero en el título de la obra es un símbolo enigmático”, le comento, intrigado por el misticismo geométrico que se despliega a lo largo de la novela. Él asiente, con la paciencia de quien ha reflexionado profundamente sobre sus decisiones creativas.
“Llevo años metiéndome en el mundo de las matemáticas”, confiesa. “El cero es, quizá, la mayor revolución en los sistemas aritméticos. Permite la ordenación posicional: a partir del punto decimal, establece el lugar que ocupan las unidades, decenas, centenas, y así sucesivamente. Sin el cero, no habría esa agilidad extraordinaria en las matemáticas modernas. Fue con este número que nació la aritmética posicional, y eso trajo consigo una, repito, revolución tremenda”.
Hace una pausa, repasando siglos de historia. “Cuando el cero llegó a Europa, no fue aceptado inmediatamente. Los contadores y los curas lo obstaculizaron. Los contadores, porque era un oficio bien pagado y el cero simplificó toda su labor, haciéndolo accesible para muchos. Por su parte, los curas, pensaban que eran cuestiones del diablo”.
En su voz hay una fascinación, también, de ironía. “El cero, para mí, tiene además otro significado. No solo es la herramienta matemática que revolucionó la aritmética, sino que es el equivalente, en filosofía, al concepto de la nada. Como filósofo, la nada me importa profundamente. Si revisas mis obras, verás que cada título, cada palabra, está cuidadosamente pensada. Siempre busco resonancias. La libertad de ser distinto, Todo está permitido, Nada es para tanto, A salto al infierno, La vida de un muerto. Incluso mi primer poemario, escrito cuando era joven, llevaba un título con peso: Los sótanos de Babel. Siempre palabras clave, cargadas de simbolismos”.
Se detiene un momento, como si quisiera asegurarse de que el mensaje quede claro. “En este caso, Pasado cero me permitió sugerir, sin decirlo directamente, que se trata de un amnésico. El ilustrador del FCE captó la idea a la perfección con esa portada maravillosa: un reloj sin arena. El tiempo vacío, detenido, como el mismo personaje de la novela”.
La conversación, como el título del libro, gira en torno al vacío, a lo que queda cuando todo se ha perdido: la memoria, la identidad, incluso el tiempo. Y en ese vacío, el lector encuentra el espacio para explorar.
Un personaje que busca una identidad a través de un caleidoscopio de personalidades, atrapado entre lo que es y lo que ha sido. Pero, ¿cómo se define el pasado? ¿Y, por ende, la identidad?
“El pasado es lo que nos da identidad”, afirma el escritor, con una seguridad casi filosófica. “Somos lo que recordamos que hemos sido, lo que creemos que hemos hecho. Mi identidad personal, como la de cualquiera, se construye sobre el pasado. Sin memoria, no hay identidad. Y ese es el conflicto central de mi novela: cuando se pierde la memoria, se pierde también la brújula que nos dice quiénes somos”.
Sin embargo, el pasado, lejos de ser un pilar inmutable, es un terreno resbaladizo. “El viaje de mi personaje es un enfrentamiento con el pasado, pero también con sus trampas. El pasado nos llena de identidades falsas, porque nunca recordamos exactamente lo que ocurrió. Como decía Borges: Lo que recordamos es el último recuerdo que tuvimos de algo, no el hecho en sí. Cada vez que recordamos, reinterpretamos, modificamos, construimos una narrativa distinta. Por eso cambiamos. El pasado no se mantiene quieto, y nuestra memoria no es fiel. Siempre hay nuevas versiones”.
Hace una pausa para subrayar su punto. “La memoria es una alcahueta de nuestra voluntad, la facultad menos confiable que tenemos. Los neurocientíficos dicen que está ubicada en la misma zona del cerebro que la imaginación, y eso explica muchas cosas. Es irónico que algo tan crucial para nuestra identidad sea tan poco fiable. Y eso es lo que exploro en la novela: cómo cada personaje adquiere un ‘espesor’ de pasado, y cómo, justo cuando su identidad parece construida, empiezan los problemas”.
La conversación deriva hacia una cita literaria que encapsula esta idea de la fragilidad de la memoria. “Hay un poeta que me encanta, Líber Falco. Tiene una cuarteta maravillosa:
Yo mismo temo, a veces,
que nada haya existido;
que mi memoria mienta,
que cada vez y siempre –
puesto que yo he cambiado–
cambie lo que he perdido
El escritor recita los versos con la cadencia de quien los ha hecho suyos. “Es exactamente eso: la memoria nos traiciona, sin embargo, nos define. Es una paradoja, un juego interminable entre lo que somos y lo que creemos haber sido”.
El escritor reflexiona sobre un tema tan fascinante como inquietante: la memoria, esa aliada voluble que nos define tanto como nos traiciona. “Es claro para quienes la estudian: buena parte de la memoria es una falsificación. Sin embargo, buscamos nuestra identidad ahí. En el fondo, nuestra identidad no es más que una invención”.
Hace una pausa, como calibrando la magnitud de su afirmación. “La memoria no es fiel, y eso es fabuloso. Es justamente lo que exploro con este protagonista tan fragmentado. ¿Cuál es el objetivo de esta obra al hablar de todo esto? No soy un autor que busque persuadir, pero si hubiera un mensaje sería este: no hay nada mejor que poder vivir sin memoria. Porque cuando uno se desprende de lo que viene arrastrando, cuando se libera, se arriesga a vivir verdaderamente”.
Sin embargo, en el caso de su personaje, la libertad viene con un costo: la paranoia. “Es curioso, ¿no? A pesar de no tener memoria, mi protagonista vive con paranoia. Es un paranoico, completamente”.
El escritor sonríe al recordar una de sus influencias para abordar este rasgo. “Leí el caso del Dr. Schreber, el que Freud analizó en su libro sobre la paranoia. Me interesó cómo la paranoia obliga a la mente a volverse híper racional. Todo se estructura, se acomoda, se arma de manera casi obsesiva. Es una necesidad que surge por esas lagunas en la memoria, por esos episodios de ausencia. El paranoico busca conexiones para justificarlo todo, para llenar los vacíos. Y eso encajaba perfectamente con mi protagonista: alguien que no recuerda nada, pero que necesita encontrarle lógica a todo, aunque sea estrictamente desde su paranoia”.
El autor ajusta su postura en la silla, como si acomodara las piezas de un rompecabezas invisible. “Es ahí donde la novela se vuelve un ejercicio sobre la memoria y la razón, y cómo ambas nos ayudan –o nos obstaculizan– en la búsqueda de nuestra identidad”.
Cuando se le pregunta sobre las influencias filosóficas que nutrieron la construcción de su novela, el autor sorprende: “Directamente, ningún filósofo. Lo que pasa es que en los últimos años he desarrollado una afición casi enfermiza por las matemáticas y la física. Mi novela anterior, El futuro no será de nadie, tenía a un matemático como personaje central. Para mí, disciplinas como la geometría son de las más respetables y seductoras. Es extraordinario cómo alguien como Euclides, con puro razonamiento, puede partir de unas cuantas definiciones iniciales y, de ahí, ir desprendiendo propiedades que construyen todo un universo de figuras y formas posibles”.
El autor sonríe, como si aún estuviera navegando entre teoremas y axiomas. “Me encanta la reflexión; todo el tiempo estoy pensando. Por eso, mis influencias para esta novela no vinieron de filósofos, sino de mis lecturas geométricas. Quise armar una arquitectura en la estructura de la novela que funcionara como la geometría: en lugar de crear un espacio, crear una trama. Un entramado preciso que, como un sistema lógico, se fuera desplegando”.
Confiesa, además, que esta novela fue su mayor reto creativo: “Me tomó 13 años escribirla. Nada es para tanto me la eché en un año; Todo está permitido, en dos; La vida de un muerto, cinco años; El futuro no será de nadie, diez. Pero esta, esta me exigió todo. Es mi obra más experimental y, quizá, la más ambiciosa”.
Sobre la relación entre la memoria y el vacío, el autor es categórico: “La desmemoria es el vacío. Nosotros llenamos nuestra consciencia con representaciones, con recuerdos de lo que ya no está. Pero si suprimes los recuerdos, lo que aparece inmediatamente es el vacío. Un abismo que es tan aterrador como fascinante”.
Finalmente, se le cuestiona si es posible escapar del pasado. Su respuesta, directa y contundente, cala profundamente: “En la vida real, el pasado nos determina. Somos una vil consecuencia de los antecedentes. Queramos o no, el pasado es determinante. Rebelarse contra él es prácticamente imposible”.
Hace una pausa, su mirada fija, como si explorara la vastedad de ese vacío del que hablaba. “Pero en la ficción, en la novela, existe una salida. Ahí, puedes hacer que un personaje rompa las cadenas del pasado, que se deshaga de su memoria y enfrente el abismo del vacío. Y es en ese vacío donde, por primera vez, puede empezar a ser libre. En la vida, esa libertad es inalcanzable; en la literatura, es un experimento infinito”.


