El último Punknicornio

Por Arturo J. Flores

“El último unicornio” es una película de animación estrenada en 1982. El autor de la novela, el estadounidense Peter Soyer Beagle, se encargó también de adaptarla a la pantalla. Trata sobre un unicornio que cobra conciencia de ser el último sobre la faz de la Tierra, de modo que inicia un periplo para averiguar qué sucedió con los de su especie. 

Lo acompaña Schmendrick, un hechicero torpe pero de buen corazón, y Molly Grue, la mujer del líder de una tribu de bandoleros que, después de encontrarse con el unicornio en el bosque, decide abandonar a los ladrones para acompañar a la criatura en su misión. 

En la historia, sólo algunas personas pueden ver el cuerno del unicornio. Para la mayoría se trata sólo de un caballo blanco. Molly no es una de ellas. En la primera escena en la que se encuentra con ella (porque en realidad es La Unicornio), la humana rompe en llanto y comienza a reclamarle:

—¿Dónde has estado? ¿Dónde has estado, maldita sea? 

—Aquí estoy, ahora— le responde el majestuoso cuadrúpedo.

—Ajá, ¿y dónde estabas hace 20 años, hace 10, cuando era joven, cuando era una de esas doncellas a las que se les aparecen criaturas como tú? ¿Cómo te atreves a venir hasta mí cuando soy esto?—vuelve a reclamarle Molly, frustrada porque su juventud y lozanía quedaron atrás.

—¿Puedes verla? ¿Sabes lo que es? —le inquiere intrigado Schmendrick, habituado en ese punto de la historia a que las personas pasen de largo frente a la criatura mitológica.

—Si has esperado tanto como yo para ver un unicornio, claro que lo reconoces— le responde Molly con la voz rota.

—Es el último unicornio —le comenta el mago.

—Claro, tenía que ser el último unicornio sobre la Tierra el que viniera hasta Molly Grue.

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A principios de la década de los 90, yo cursaba la secundaria. Era un ferviente lector de “La Heavy”, la revista de rock editada por Mariscal Romero en Madrid. En tiempos sin Internet, la publicación llegaba a México con seis meses de retraso. Pero además, como aquí no había festivales, me parecía místico que en las faldas del Castillo de Donington, en el noroeste de Leicestershire, tuviera lugar un concierto de tres días en los que tocaban Pantera, Ozzy y Metallica. 

Pero sobre todo me generaba una gran curiosidad que, entre los headbangers, destacan otros personajes. Me intrigaba la existencia de unos personajes a los Putilatex describe así en su canción “¡Hostia un punk!”: “un criaturo con media cresta, con imperdibles en la camiseta”.

Los punks. 

Fue a los 13 la primera vez que vi a dos de ellos de cerca. Vivía en una Unidad Habitacional del sur del entonces Distrito Federal. Volvía de la escuela cuando, al dar la vuelta en una esquina, me los topé. 

Eran dos chicos, ahora lo pienso, que apenas superarían los 18. Cada uno exhibían un desgastado peinado mohawk a punto de derrumbarse. Vestían ropa negra que ya parecía gris. El más alto llevaba encima una gabardina de cuero percudida y llena de agujeros. 

Me acerqué para contemplarlos con el sigilo de un camarógrafo de Discovery Channel cuando graba a una pareja de antílopes que abrevan de un río. Eso hacían. Los escuché quejarse porque la resaca les ametrallaba las sienes y tenían la boca seca. El punk más alto recogió una botella de refresco vacía (entonces eran de vidrio), la lavó en un grifo callejero y la llenó de agua. Bebió hasta saciarse y se la pasó a su compañero. Después, los dos se alejaron por la avenida. 

El corazón me latía fuerte, estimulado por la visión. 

Eran tal y como en las fotografías de La Heavy. La revista que tuvo la culpa de volverme escritor.

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En 2009, viajé por primera vez a Londres. Mientras paseaba por Candem Town, me encontré a una chica punk. De cresta monumental y relucientes Dr. Martens, exhibía un letrero en el que anunciaba que costaba una libra tomarse una fotografía con ella.

Reconozco que no le pagué. No porque no trajera, sino porque me impuso acercarme. La capturé desde lejos con el celular. En la imagen aparecía casi de espaldas, sentada en un puente.

Al volver a México, durante más de dos años redacté una columna para un fanzine digital que firmaba con seudónimo. 

Me hacía llamar “Ana Rchy” y en el crédito aparecía esa foto traída del país donde dicen que nació el punk.

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Vale era, como en el cuento de Rodolfo Fogwill, “una muchacha punk”. La conocí —dónde más— en el Tianguis del Chopo. Nos hicimos muy amigos. Nos emborrachamos varias veces. Fuimos juntos a conciertos. En la mayoría de ellos nos bañaron de orines. Vale era flaca, tenía los dientes como Johnny Rotten y su aliento olía permanentemente a tabaco. Embelesado, me imaginaba cómo sería besar a la muchacha punk cada vez que ella me platicaba una de sus historias. 

A sus 22, había vivido mucho más que otras personas que le doblaban la edad. Me tenía una confianza infinita. Un domingo llegó de madrugada a mi casa junto con otro punk al que había conocido en una fiesta. Se quedaron sin dinero para el taxi y el hotel. Me pidió que los dejara dormir en mi sofá hasta que abrieran el metro. La escuché reprimir sus gemidos borrachos hasta que salió el sol. 

En otra ocasión, alojados en un cuchitril donde servían caguamas calientes, mientras una bocina reventada escupía una canción de Los Muertos de Cristo, Vale me pidió que la acompañara al baño.

—¿Me cuidas, para que no entre nadie?

En mi inocencia, me aposté en la puerta en mi papel de Guardia del Imperio Británico. Pero Vale me invitó a pasar. Me dejó resguardando la entrada por dentro del sanitario mientras ella se levantaba la minifalda escocesa y se bajaba los calzones. Orinó de aguilita en un pringoso excusado lleno de graffiti sin dejar de hablar.

Fue una visión poética. Sus rodillas atravesadas por hematomas conseguidos en mil un slams. Sus músculos acentuados por el esfuerzo. Su indiferencia total ante la peste que nos envolvía. La ausencia total de tensión. Porque para ella yo era un amigo. Uno que suspiraba en secreto por la ceniza invisible de sus labios.

A Vale le gustaba ser modelo de body paint. Un día, Vale me acompañó a Puebla para  presentar uno de mis libros. Compartimos habitación en el hotel. Tres cervezas me dieron valor para pedirle que me dejara dibujarle algo en su espalda. Vale aceptó. Lo hice con la misma pluma con la que le había dedicado una de mis novelas. Vale se sacó la camiseta de Non Serviam y con los pechos al aire se dio la vuelta para ser mi lienzo. Cuando terminé, se acercó al espejo y torciéndose, logró vislumbrar el resultado.

—¡Un unicornio! ¡No mames! ¡Está poca madre!

Se quedó desnuda el resto de la noche para no afectar el trazo. En un momento, nos besamos y, como en mis fantasías, hicimos el amor. Como amigos, me aclaró, porque su corazón era anarquista.

Mientras yacíamos encima de las sábanas, y el uno del sudor brillaba en el cuerpo del otro, recuerdo haberle dicho:

—Ajá, ¿y dónde estabas hace 20 años, hace 10, cuando era joven, cuando era una de esas doncellas a las que se les aparecen criaturas como tú? ¿Cómo te atreves a venir hasta mí cuando soy esto?

Vale sonrió y me preguntó a qué pitos me refería. 

Por respuesta le planté un beso en la frente, donde a los unicornios les crece el cuerno.