Sin duda, nuestra vida —a lo largo y ancho del planeta —el internet y las redes sociales cambiaron de manera ineludible nuestra forma de ver la vida. Estas tecnologías han cambiado la forma de conectarnos e interactuar con los demás. Desde la popularización de plataformas como MySpace, Facebook, Twitter e Instagram en la década de los 2000. Su influencia en la sociedad ha crecido exponencialmente.
En este contexto, la presencia en redes sociales y la interconectividad ha transformado no solo la comunicación, sino la manera en cómo se concibe la existencia y pertenencia social. Así, el espacio digital ya no es opcional; se ha vuelto casi obligatorio. La ausencia de huella digital en muchos sentidos equivale a una forma de no – existencia y participación social.
Sin embargo, bajo la promesa de conexión permanente, subyace un profundo malestar inherente a la vida moderna hiperconectada. La hiperconexión no solo ha redefinido nuestras relaciones e interacciones, sino que también ha generado un intenso y progresivo malestar psicosocial que se expresa de distintas maneras, entre ellas el agotamiento mental, ansiedad y estrés crónico, depresión o desmotivación. Este malestar se intensifica, al estar constantemente expuestos a una gran cantidad de información que circula de manera rápida y efímera, que de manera intensa desborda nuestra capacidad de entendimiento.
Estamos constantemente expuestos a una narrativa cautelosa, en conformidad con los discursos hegemónicos que no son inocuos, si no que han facilitado de forma sutil la presencia de viejos discursos coloniales y patriarcales, que resurgen y se presentan en nuevos formatos en busca de reposicionarse una y otra vez. En este entorno digital, la meritocracia es el eje principal, y la validación depende de la exposición constante: Cuán privilegiado eres, cómo luces, qué consumes, a dónde viajas y con quién te relacionas. Una realidad virtual sostenida por una “felicidad” obligatoria y performativa, que se contrasta gravemente con lo que hay afuera de las pantallas: guerras, genocidios, explotación, saqueos, campos de exterminio, y la violencia como espectáculo. Sí deslizamos al siguiente video es suficiente para olvidarnos de todo. Así, participamos —consciente o inconscientemente — en la construcción de un algoritmo que nos mantiene en una pequeña burbuja de acuerdo con nuestras preferencias, mostrándonos únicamente lo que queremos ver y escuchar.
Poco a poco se va creando y reforzando en nuestra mente un discurso sutil pero persistente que nos hace sentir inadecuados y que siempre vamos tarde. ¿Tarde a qué?, ¿a dónde?, ¿y para quién?. A esos destinos prefabricados que tácitamente debíamos alcanzar a los 25, 30 o a los 40. Algo así como si nos despojaran del derecho a construir otras formas de existir.
Este proceso genera una inseguridad permanente. Aunque hayamos llegado tan lejos, nunca será suficiente. En este sentido, se instala una sensación persistente de carencia, de incumplimiento, de no estar a la altura de aquello que —según los mandatos sociales y patriarcales—deberíamos ser o haber logrado. Esta sensación está íntimamente relacionada con la lógica de consumo capitalista, que no solo se apropia de los cuerpos, sino también se apropia de nuestras subjetividades moldeándolas así en función del mercado.
Existe un malestar colectivo que suele pasar desapercibida en el espacio público, particularmente entre las generaciones millennial y Z, quienes hemos nacido y crecido en medio de múltiples crisis: económicas, climáticas, sociales, de derechos y seguridad. Hemos aprendido a habitar un estado persistente de inestabilidad y agotamiento, un agotamiento que va mucho más allá del cansancio físico o emocional y que además se vive de manera diferenciada según los roles de género, ¿Cómo hemos llegado hasta este punto?
Shoshana Zuboff (2019), define este fenómeno como un sistema de dominación diferente a los modelos capitalistas convencionales. Se trata de un poder instrumental que va más allá de la extracción de valor económico a partir de datos, sino que también observa, anticipa y moldea el comportamiento de las personas. Interviene moldeando subjetividades, orientando nuestras decisiones hacia fines que no nos pertenecen, sino que benefician a intereses corporativos y estatales. A este fenómeno, la autora lo refiere como capitalismo de la vigilancia.
Ante esta realidad, la desobediencia digital resulta urgente y necesaria. Si bien, se ha debatido que con los recursos propios al sistema no es posible desarticularlo, es posible reapropiarse de la tecnología para fines comunes y colectivos y que pueden ser distintos a los que demanda el mercado. Así como es plausible construir espacios en comunidad y de organización. Resistir conlleva recuperar el silencio, situarnos con autonomía para decidir y reivindicar el tiempo y el espacio propio. Es fundamental pensar cómo se relacionan las tecnologías con las luchas que se viven en los cuerpos y territorios, ya que las distintas formas de opresión están conectadas entre sí, y los sistemas tecnológicos ayudan a mantenerlas (Ricaurte, 2022).