No sólo a los enemigos de los cambios sociales les resultan peligrosos los mártires, sino también al pensamiento crítico. Pues aquellas personas que, por sus convicciones, fallecen de formas violentas, víctimas de asesinatos o atentados, se convierten primero en inspiración o símbolos de resistencia. Pero, si vamos más lejos todavía, la muerte brutal o temprana después los unge de una dignidad y una honorabilidad que los coloca más allá de cualquier yerro humano y los convierte en figuras impolutas, exentas de toda crítica y de cualquier pecado. Porque recordemos que la noción de mártir, que antiguamente se refería al “fiel que entregaba su sangre por la fe”, es cristiana. Nació en el siglo III con “las actas de los mártires” que incluían testimonios, interrogatorios y sentencias a partir de las cuales se redactaron los primeros textos hagiográficos que exaltaban a los sacrificados como santos y, por lo tanto, como figuras que debían ser veneradas.
Una exaltación que, hasta hoy en día, los extrae de la realidad histórica para colocarlos en los pedestales del imaginario colectivo. Ejemplos más actuales hay muchos, desde el Che Guevara, pasando por Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela, Francisco Villa, hasta John Lennon. La lista es más larga, aunque no tanto. Porque también están los que no han muerto o cuyo deceso no tiene las virtudes del paso del tiempo: Julian Assange, Edward Snowden, Alexei Navalny, Rigoberta Menchú, Malala Yousafzai y más, y aunque han sido perseguidos, encarcelados, torturados, exiliados, la vida o la distancia histórica todavía no los llama al terreno de los santos.
Por supuesto, además de la muerte, el martirio está en el combate, pero no en el cuerpo a cuerpo. Porque, así como los antiguos mártires cristianos luchaban con entidades extrahistóricas, como elementos genéricos como la maldad, el demonio y sus representaciones ⎯entre ellas los infieles y apóstatas⎯, los mártires contemporáneos luchan contra ideologías y formas de pensamiento: la dominación extranjera, la desigualdad social, la discriminación racial, entre otras. La pelea real no es contra individuos ni un objeto fijo y tangible, sino contra posturas de mundo y sus puestas en marcha; por lo tanto, con nociones líquidas que se transforman con el paso del tiempo y sobre las cuales no siempre hay consenso. Son nuestros mártires en nuestro presente pues encarnan los ideales que defendemos hoy como sociedad occidental: la libertad, la igualdad, la justicia, la democracia. Y al mismo tiempo que ellos luchaban en pro de estos conceptos, también contribuían a configurarlos. Sin Gandhi o Luther King ⎯el segundo, precisamente, influido por el primero⎯ poco entenderíamos de la noción de “no violencia”. O sin la canción “Imagine” de Lennon la idea de “humanidad unificada” nos parecería más utópica. Pero ingenuo es creer que mientras estos ídolos daban forma a esas nociones que hoy férreamente defendemos y que nos parece inconcebible que alguien las cuestione o busque destruirlas, que ellos en su proceso de conversión a mártires no fueran seres imperfectos. Sí lo fueron, y demasiado, y hay mucho que reprocharles, y hay está el quid del asunto. Porque nadie, nadie está limpio. En esta obsesión por la pulcritud, nadie se salva.
Así, en muchas revisitaciones de los perfiles de estos ahora ídolos se ha descubierto ⎯¡oh, sorpresa!⎯ que en realidad eran humanos. En consecuencia, no siempre santos, por momentos, monstruos. Hay documentos que dicen que El Che, uno de los mayores símbolos de la Revolución cubana y de la libertad latinoamericana, estableció campañas contra los homosexuales, a quienes acusó de pervertidos, pues ponían en juego su ideal del “hombre nuevo”, el cual debía levantarse por sobre los demás tras la revolución. De la misma manera, hay detractores de su figura, como el autor Jacobo Machover, que ha documentado que El Che fue responsable de más de 200 víctimas entre 1957 y 1959, y le da el calificativo de “asesino en masa”. Otro caso es el de Gandhi, símbolo de la desobediencia civil no violenta, cuya estatua en Ghana fue removida tras una protesta contra el racismo ya que, como afirman los autores sudafricanos Ashwin Desai y Goolam Vahed en su libro El Gandhi sudafricano: el sostén del imperio, en algunas cartas, el “Padre de la nación india” consideró a la población negra “inferior” y a los africanos como “salvajes”. Y otro más conocido por esto, sería Villa, por su carácter violento, abusos de poder y crímenes de guerra. Verdades o mentiras, no es tema de este texto. Lo que sí, admitamos que, ante estas críticas y estos posibles hechos, muchos nos sentiríamos dolidos, ofendidos o hasta rabiosos, pues asistiríamos al ocaso de nuestros mártires, inspirándonos en Nietszche.
Pero sin ir tan lejos como los argumentos de la obra del filósofo alemán, es momento de entrar en guerra con nuestras creencias: desmitificar a los ídolos. Revisar las narrativas oficiales construidas en torno a ellos, cuestionar suposiciones e interpretaciones simplistas. Sin miedo. Sin miedo a que nuestros santos se levanten de entre los muertos. Desde luego, así como habrá que desconfiar de los enfoques de los historiadores que construyeron los oficialismos, también de las fuentes que nos traigan esa nueva información crítica; parte del trabajo de hacer nuestra propia labor de historiografía. Pero si no desmitificamos, estamos condenados a convertirnos en fanáticos. Seremos víctimas de nuestra fe ciega, nos ausentaremos de la realidad y perseguiremos a los disidentes de nuestra ideología. Y, sin querer, nos convertiremos en los victimarios de unos nuevos mártires, de aquellos que contrario a nosotros, sí defiendan la libertad de pensar distinto.