Por Alex Mendez
En la vasta cronología del catolicismo, los Papas han dejado huellas profundas, no siempre por su compasión. León XIII, conocido por su encíclica Rerum Novarum, es celebrado por algunos como un pionero del pensamiento social de la Iglesia. Sin embargo, como muchos líderes religiosos de su época (y aún hoy), su legado también arrastra una sombra: una postura rígida y excluyente frente a la diversidad sexual. Aunque no se le atribuyen declaraciones específicas de odio explícito contra personas homosexuales, su visión moralizante del sexo, el matrimonio y el “orden natural” contribuyó a cimentar una estructura doctrinal donde la homosexualidad era (y sigue siendo) vista como desviación.
Este tipo de homofobia doctrinal, envuelta en lenguaje teológico, ha servido durante siglos para justificar la exclusión, la culpa y el silencio. Y aunque algunos sectores de la Iglesia han intentado modernizar su discurso, el dogma sigue considerando “intrínsecamente desordenado” todo amor que no se ajuste a su estrecha definición
Es precisamente esta rigidez —esta negativa a dialogar con la complejidad del mundo moderno— la que vuelve a la Iglesia, en muchos aspectos, irrelevante para una nueva generación que busca ética sin exclusión, espiritualidad sin culpa, y comunidad sin jerarquía autoritaria. No es que la fe haya muerto. Lo que ha muerto es la paciencia hacia instituciones que, en nombre de lo sagrado, perpetúan la discriminación
Mientras la Iglesia siga aferrada a verdades inmutables que desprecian la dignidad de millones, seguirá siendo un eco del pasado, incapaz de dialogar con un presente que ya la ha dejado atrás.