Por Jesús Nieto
Pedro Páramo en su 70 aniversario
“Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre”… Así decía una versión preliminar de un cuento que fue creciendo hasta convertirse en una novela que llevaba por nombre Los murmullos y que finalmente se intitularía Pedro Páramo. Dicen los que han consultado el archivo del entonces Centro Mexicano de Escritores que así dice.
Este 2025 se cumplen 70 años de la publicación de la novela que le dio fama mundial a Juan Rulfo, de ahí que Netflix haya lanzado a finales del año pasado la producción en la que Rodrigo Prieto se estrenó como director. Eso, y el hecho de que es un momento crucial del mercado cultural en el cual México y América Latina están en el foco de las obras audiovisuales.
Los estudios Pixar, con el apoyo de Disney, hicieron en Coco (2017) una versión que ha contribuido a reconfigurar la tradición del Día de Muertos en la cultura pop. Luego Disney lanzaría Encanto (2021) para homenajear la tradición literaria del realismo mágico, y en especial las obras del colombiano García Márquez. No parece casual que estemos asistiendo a las adaptaciones de dos novelas icónicas de México (Pedro Páramo) y Colombia (Cien años de soledad), respectivamente. Dos obras relacionadas entre sí, por lo demás, pues García Márquez siempre reconoció el impacto que tuvo en él leer al mexicano a partir de la recomendación de su amigo, el también escritor colombiano radicado en México, Álvaro Mutis. Comala y Macondo, dos pueblos de la ficción latinoamericana que han cimentado el reconocimiento internacional de las letras de esta región.
Qué implica filmar una adaptación de Pedro Páramo. En 1955, cuando se publicó la novela en la editorial del estado, el Fondo de Cultura Económica, México era un país económicamente fuerte con un gobierno recientemente definido como revolucionario e institucional a la vez. La temática imperante en esos años era la épica: nuestras joyas literarias nacionales reivindicaban la lucha armada de principios de siglo como episodio fundante del México moderno. No obstante, varios de los relatos de tónica revolucionaria están lejos de defender una visión optimista de la revolución. Pienso en Cartucho de Nellie Campobello, incómodamente villista, e incluso en La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, novela que fue prohibida y cuya versión cinematográfica estuvo enlatada por años.
Pedro Páramo es una novela atípica, por lo demás, por varias razones, una de ellas el hecho de que las revueltas revolucionarias pasan, lo mismo que las cristeras, como oleadas de violencia ante las cuales el poder consolidado del patriarca de Comala negocia según sea su conveniencia. Alzados van y alzados vienen, y el rancho de la Media Luna se queda prácticamente intacto. En general, en la obra de Rulfo la Revolución no resuelve nada, es un trajín que deja atrás una polvareda y poco más.
A esto se agrega que la novela de Rulfo difícilmente puede leerse como una narrativa realista pues los muertos hablan, se mueven, andan por su pueblo penando y no terminan de morirse. ¿Es fantástica o fantasmagórica, o meramente alegórica? ¿Es el preludio del llamado realismo mágico?
Ahora bien, si puede decirse que la novela es muy mexicana es también porque hay una serie de características que la dotan de un carácter muy local. El lenguaje de Rulfo, esa manera de hablar que parece tan fácil de imitar y que sin embargo termina ofreciendo una originalidad en su mezcla de un léxico muy coloquial, propio de ciertos ámbitos rurales, con estructuras lingüísticas muy eficientes en las que se nota un conocimiento de estrategias del relato moderno.
Rulfo era un gran lector, en buena parte de traducciones. Según se dice, la biblioteca del cura al que asistieron las mujeres de su familia durante la guerra cristera fue una de sus primordiales puertas de acceso al mundo de la literatura occidental. Eso en combinación con la memoria de los usos del español de su mundo familiar son al parecer las dos fuentes de su universo de ficción. Más tarde su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista le daría ocasión de viajar por comunidades rurales de muchas regiones del país y entonces escucharía otras formas de hablar el español en México.
El personaje paradigmático de Pedro Páramo no es poco importante en una tradición como la latinoamericana donde se construiría toda una tipología bajo el concepto de novelas de dictadores (El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, Yo el supremo de Augusto Roa Bastos, El recurso del método de Alejo Carpentier, El otoño del patriarca de García Márquez y La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa, por citar las más distintivas). En México, si bien tenemos La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes como la representante más obvia del llamado boom de la literatura latinoamericana, Pedro Páramo es un antecedente fundamental del retrato del patriarca. Así, en los años cincuenta se sentaron las bases de dos mitos centrales para el desarrollo de la intelectualidad mexicana: “Somos hijxs de la Chingada y de Pedro Páramo”, Octavio Paz y Juan Rulfo dixit. Y en ello podría resumirse mucho de nuestra idiosincrasia.
De la adaptación audiovisual
Parte del problema de adaptar una novela como Pedro Páramo, tiene que ver con la dificultad para rebelarnos ante el padre. Ya no ante el patriarca de Comala, sino ante el sacrosanto padre de la literatura mexicana contemporánea. No soy crítico de cine, pero sí un fanático de Juan Rulfo. Y en mi relectura de Pedro Páramo (la he leído por tercera ocasión después de ver la película de Prieto) me he propuesto entender qué fue lo que quiso hacer como director de esta adaptación.
El trabajo de Rodrigo Prieto como fotógrafo de cine o cinematographer ha sido reconocido en filmes nominados al Oscar en la categoría de mejor película, como Secreto en la montaña (2005) de Ang Lee, Babel (2006) de Alejandro González Iñárritu, Argo (2012) de Ben Affleck, que obtuvo el galardón, El lobo de Wall Street (2013), El irlandés (2019), Los asesinos de la luna (2023), las tres dirigidas por Martin Scorsese, y Barbie (2023) de Greta Gerwig. En síntesis, se trata de un artista reconocidísimo en su ámbito. A mí hay imágenes tanto de Babel como de El irlandés, por ejemplo,que se me han quedado en la memoria precisamente por la maestría con la que Prieto resuelve tal o cual encuadre.
Creo que hay logros obvios en el Pedro Páramo de Prieto, como sería la cuestión misma de la fotografía. La película es preciosista. Se nota que hay un ojo experimentadísimo detrás de la lente. El problema que le encuentro es el tono. Una secuencia como la de la fiesta inesperada que se gesta en Comala a partir de la muerte de Susana San Juan es tan bonita que resulta difícil de encajar con la poética de una obra que es todo menos alegre. Hay muchos colores, un torito hermoso, un jolgorio tal que pareciera homenajea al mismo tiempo a Gabriel Figueroa y a esa idea de lo mexicano muy acorde con Coco. Con esto quiero decir, una estética de lo bello por lo bello, donde hay mucho artificio y poca profundidad. Porque para trabajar con Rulfo creo que habría que proponerse romper más. La película de Prieto sigue muy al pie de la letra la trama de la novela como si se tratara de ilustrar la prosa del jalisciense. Hay escenas memorables, sí. Hay tomas bellísimas. Se trata de una propuesta complaciente. ¿Se podría esperar otra cosa de una producción de Netflix?
Comencé con una versión de borrador de Pedro Páramo con la intención de ejemplificar algo que podría parecer obvio pero no lo es: cuando Juan Rulfo escribió aquel cuento no tenía la menor idea de que se iba a convertir en un escritor mítico. El autor de solo dos libros, un guion para cine y unos retazos más que hizo del silencio (sin proponérselo) una bandera. El autor que luego se dedicó a su empleo en una institución gubernamental, que rehuía entrevistas, que esquivaba a las preguntas sobre “lo que estaba escribiendo”, que mentía cada vez que lo atormentaban periodistas y críticos. Ese “zorro” del cuento de Monterroso, ese gran homenajeado en Bartleby y compañía de Vila-Matas.
Diría Borges que los autores inventan a sus precursores, y en el caso de Rulfo es claro que él no se consideraba padre literario de nadie. Y cuando se le preguntaba por sus influencias mentaba autores que nadie consideraba centrales en nuestra mexicana tradición: ¿Ramuz? ¿Derborance, un antecedente de Luvina?, pero ¿quién había leído a ese escritor suizo?
En un artículo publicado en la revista Valenciana de la Universidad de Guanajuato, el investigador Alejandro Lámbarry analiza una compilación de Rulfo titulada Retales en la cual el jalisciense ofreció “un canon personal de autores de la periferia occidental”. Como viejo zorro y poco dado a dar explicaciones, Rulfo no ofrece en dicha compilación un prólogo ni una nota que justifique los criterios de selección de los textos. La antología, por cierto, retoma lo mismo crónicas que fragmentos de novela, leyendas, mitos de la creación, entre otros géneros. Están presentes cinco estadounidenses, entre ellos William Faulkner, por mencionar el más conocido, y también a un par de antropólogos y un historiador; además hay un chino, un francés, un italiano, un austrohúngaro, un suizo, un ruso, un noruego, un griego, un serbocroata, y ningún mexicano.
Anota Lámbarry: “Entre los autores tenemos dos premios Nobel de literatura, Faulkner y Hamsun, y a un historiador clásico, Hesíodo. Un hecho importante […] es que se incluyen a varios autores de la periferia europea y de Asia, ignorados o parcialmente reconocidos en su momento.” Lo que es más, para Lámbarry esa selección aparentemente arbitraria y difícil de justificar tiene un sentido para el autor de Pedo Páramo: “Rulfo utilizó la historia mexicana para resaltar lo que Pascale Casanova llama ‘marcadores de diferencia’ y, con estos marcadores, crea una literatura, a la vez, nacional y cosmopolita.” Lámbarry identifica dichos marcadores de la siguiente manera: “la cercanía con la muerte, la precariedad de la vida, la importancia de la figura materna y el conflicto con la figura patriarcal”. A lo cual se agregaría también el habla coloquial como una constante.
Basta con revisar los cuentos de El llano en llamas para encontrar cada uno de esos marcadores que señala Lámbarry. Si traigo a colación el artículo de este académico de Puebla es porque me parece que da con una noción de identidad literaria en Rulfo que hemos buscado por muchos lados. Me temo que nuestro gran autor siempre nos ha costado como mexicanos porque nunca sabemos dónde debe encajar sin que de la impresión de que algo no cuadra. Me parece también que en la película de Prieto gana la inercia de hacer una película “muy mexicana” en el sentido más estereotípico y netflixero, cuando lo que tenemos delante es una novela en muchos sentidos sí muy local pero relacionada también con una serie de criterios que nada tienen que ver con nacionalismos y sí con una cierta vena surrealista, o de una dimensión fantástica que es imposible de enmarcar.
De ahí que creo que para hacer algo nuevo con Rulfo habría que ser más iconoclasta con uno de los mejores iconoclastas de la literatura mexicana. Probablemente no seguir la trama al pie de la letra, no buscar “ilustrar” los pasajes de libro, cuando, por lo demás, uno de los elementos más valiosos de la novela consiste en la manera de contar, ese lenguaje que tanto se ha tildado de poético. Creo que el lenguaje audiovisual puede tener otras formas de dialogar con las imágenes literarias que no consista meramente en “representarlas”. Cuando Kubrick filmó Ojos bien cerrados, a partir de su interpretación de Relato soñado de Arthur Schnitzler, situó la trama en el siglo XX y en Nueva York (en realidad se filmó en Londres), quizás por cuestiones de producción, por costos, pero entonces quedó atrás la tentación de “representar” la Viena decimonónica. Tengo la impresión de que Prieto quiso hacer su Pedro Páramo cuidando demasiado una fidelidad al texto que es, por lo demás, imposible, pues se trata de una novela muy difícil de filmar, cuando no incluso de situar en una tradición, como ya vimos.
Entonces para qué la vi, me pregunto. Bueno, fue más fuerte la tentación que la resistencia. Y, de últimas, Rodrigo Prieto está en todo su derecho de decirnos: este es mi Pedro Páramo, allá tú cómo imaginas el tuyo. Quizás todo homenaje sea una traición. Pero si ya vamos a traicionar, por qué entonces no grafitear la tumba del padre, pues.
Si algo le agradezco a la producción de Netflix fue que me dieron unas ganas terribles de volver a leer la novela de cabo a rabo. Y lo hice. Y recordé por qué la amo y también recordé por qué mi Rulfo predilecto es el de los cuentos más sutiles, más enigmáticos. Incluso en la novela, hay pasajes perfectos, fragmentos de un todo convulso en los que de pronto se hace una pausa y brota la poesía.
Uno de mis momentos más felices como lector que ama compartir lecturas fue cuando mi amiga Lina, franco-libanesa, leyó “Luvina” en la versión de Gabriel Iaculli de Le Llano en flammes de la colección Folio de Gallimard. Lo que me dijo, entusiasmada y feliz de descubrir al autor, fue que era como leer un cuento sobre campesinos libaneses. Ya sea que lo leamos en alemán, en traducción de Mariana Frenk, por ejemplo, o en chino, o en ruso, el punto es justamente que se trata de una literatura que pretende un lenguaje común a la humanidad. Lo que a Rulfo le habría gustado sería no estar al lado de Rafael F. Muñoz, Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela, sin que esto se entienda como un demérito, sino que buscaba que su voz dialogara con aquellas otras que más allá de marcadores de contexto geográfico y cultural, le hablan lo mismo a un rumano que a un senegalés, una literatura al mismo tiempo arraigada a la tierra y capaz de volar con el viento.
Quien sea que haya convencido a Rulfo de cambiar aquello de Tuxcuacuexco (Arreola, Alatorre, o alguien más) le hizo un bien a la novela porque Comala se ha convertido en un territorio de ficción con eco en decenas de lenguas. Tres sílabas sencillas e inolvidables que vuelven a cobrar vida cada vez que abrimos el libro y escuchamos la cantaleta de Juan Preciado.
Jesús Nieto estudió Sociología en la UNAM y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es investigador posdoctoral invitado en la sede Forum de la Universidad de Guanajuato Campus León con apoyo de la Secihti, así como profesor de asignatura en la Universidad Iberoamericana León. Ha publicado los poemarios Memoria itinerante (Ultramarina, 2019) y Preludio del alba (Itacatl/Gato tuerto, 2021).