De todas las formas de violencia, la indiferencia es la más cruel.
Cuando decidimos no comunicarnos, ser indiferentes ante el sufrimiento —propio o ajeno—, violentamos los ambientes, los contextos y la manera en que vivimos.
Hemos normalizado la indiferencia, y para muchos se ha convertido en una forma válida de reaccionar: un espacio neutral donde la no participación se vuelve escudo, barrera y protección. Un lugar que, aparentemente, parece seguro.
Ser indiferentes y creer que es solo una postura —y no una forma de vida— nos priva de la empatía ante lo que nos ocurre a nivel intrapersonal, y afecta también, de manera severa, la forma en que nos conducimos en lo interpersonal.
Ser indiferentes ante lo que nos pasa como sociedad, no hablarlo con nuestros compañeros de trabajo, amigos o familiares, no poner sobre la mesa los temas que realmente nos generan estrés o nos afectan —de forma directa o indirecta—, se está convirtiendo en un problema que, con el paso de los años, será cada vez más difícil erradicar.
La indiferencia no solo está creando barreras entre nosotros, sino también dentro de nosotros mismos.
Hace unos días platicaba con mi hermana mayor —doctora en Ciencias Políticas y Políticas Públicas— sobre la apatía colectiva. Hablábamos, de manera seria, sobre la posibilidad de crear un documento sonoro o escrito que dejara testimonio de la apatía social en la que vivimos.
Llegamos a esta plática porque nos tocó presenciar de cerca un acto de violencia hacia alguien que amamos. A pesar de la crueldad de la situación y de las ganas que teníamos de denunciar lo ocurrido, de nada hubiera servido pronunciarnos, porque la persona afectada era quien debía hacerlo. Pero estaba indiferente ante lo que le sucedía, pues vive en un círculo de violencia que no le permite denunciar a sus agresores.
Sin embargo, este acontecimiento generó en mi familia un diálogo sobre la injusticia de la situación, pero, sobre todo, un diálogo sobre la indiferencia.
La radical postura de ser tibios y neutrales ha provocado que la violencia se vuelva parte de lo cotidiano. No defendemos nuestras ideas, no abrazamos nuestro sistema de valores y dejamos de lado las preguntas existenciales que nos dan criterio y generan pensamiento crítico. Todo por no vernos “intensos” o por no querer crear problemas.
Nuestro diálogo —que duró más de dos semanas entre mi hermana, mi mamá y yo— nos llevó a hablar de las distintas situaciones en las que la indiferencia se manifiesta en nuestro día a día.
Y aunque identificamos muchas formas, quiero compartirles, a manera de antesala y a propósito de los desafortunados acontecimientos ocurridos en el festival AXE Ceremonia, dos de ellas. Solo son un pretexto para analizar y poner sobre la mesa la normalización de la indiferencia.
Estas dos situaciones que me ocurrieron las traigo a colación porque, aunque parecen algo normal —un comportamiento aceptado y socialmente repetido—, contribuyen a la normalización de la violencia.
Recordemos que ignorar también es una forma de violentar, y todos lo hemos hecho en algún momento.
Aquí van estos acontecimientos que, para muchos, parecerán algo muy común, y para otros, no tanto. Como les decía, los comparto para luego exponer mi postura ante la inacción por parte de los organizadores del festival AXE Ceremonia.
Como primer punto, hablemos de la indiferencia virtual.
Cuando deliberadamente decides no contestar, leer o responder el teléfono, con la intención de hacerle saber a la otra persona que te es indiferente, fomentas violencia. Te aíslas de la confrontación y evitas el diálogo. No decir algo también comunica; y si lo haces con intención, para que el otro se entere de que no te importa, violentas la relación entre tú y a quien ignoras.
Aunque en el día a día que te dejen en visto se ha vuelto normal, casi parte del paisaje digital, esta acción virtual abre y cierra puertas. Sobre todo, coloca a quien es ignorado en una situación difícil, en desventaja y sin derecho de réplica.
Aquí les comparto la primera situación que me ocurrió con un alto mando de una disquera:
Nos comenzamos a seguir en redes sociales. Luego, nos presentaron en un evento de una plataforma musical. Nos caímos bien e intercambiamos teléfonos. Durante esa charla, le conté una idea para un proyecto de música y literatura. Pasaron unos meses y le pedí que tuviéramos una reunión formal, ya fuera virtual o presencial, para hablar del proyecto.
Finalmente, se dio una reunión virtual. Ese día le presenté una propuesta muy formal: un homenaje a un literato que estaba directamente relacionado con la música. Organizamos y planeamos el evento juntos durante varias semanas. Él se comprometió y comprometió el nombre de la disquera. Tuvimos muchas llamadas, juntas virtuales, y cerramos la fecha. Acordamos también la lista de canciones que la disquera nos prestaría para la presentación.
Me pidió que le llamara dos días después de nuestra última junta para cerrar el horario del evento. Ya teníamos fecha y lugar: una sala-estudio dentro de la disquera. Me comuniqué, como habíamos acordado, dos días después y, para mi sorpresa, el alto mando simplemente dejó de contestar.
Ni por correo, ni por Instagram, ni por teléfono volvió a darme la cara.
La situación me puso en jaque porque yo ya tenía el cartel del evento, había acordado la fecha con los ponentes y les había hablado del respaldo de la disquera.
El evento se llevó a cabo, no en la disquera, sino en la Fonoteca Nacional, y fue un gran éxito.
Días después, le escribí a este personaje para preguntarle por qué me había dejado de contestar. Quería saber si había hecho o dicho algo que comprometiera a la disquera, o si algo de lo ocurrido le había molestado.
Nunca obtuve respuesta. Sin embargo, este alto funcionario sigue viéndome en redes sociales, le da like a mis fotos y reacciona a mis historias… a pesar de que yo ya dejé de seguirlo.
Su indiferencia ante el evento que habíamos planeado juntos me dijo más sobre quién es —como persona y como profesional— que cualquier entrevista que le hayan hecho o cualquier historia que cuenta en los famosísimos podcasts en los que participa.
Otro ejemplo de indiferencia que he vivido fue con alguien del “medio” con quien comencé a salir de manera romántica.
Según yo, la relación no funcionó porque ambos estábamos muy ocupados profesionalmente y, además, los dos atravesábamos problemas graves de salud.
Para mí, nos habíamos alejado en buenos términos. Incluso no había problema en saludarnos si nos encontrábamos en algún concierto o evento.
Y eso justo ocurrió unos meses después de haber terminado la relación.
Me lo topé en la conferencia de un festival. Sinceramente, me dio gusto verlo, abrazarlo y, sobre todo, sentir la química —que, según yo, era innegable y casi tangible— entre los dos.
Por alguna razón, yo tenía la falsa idea de que nuestra separación se había tratado de un malentendido por parte de los dos, y que, para esas alturas, el tiempo y nuestro trabajo personal ya habrían puesto, al menos, una curita en ese lazo que —según yo— teníamos.
Asumía que nos queríamos mucho y que, en algún momento, volveríamos a reunirnos.
Es más, estaba segura —como sucedió— que, en algún punto, él se acercaría y volveríamos a darle continuidad a esa historia que para mí había sido una historia inconclusa de amor, pero real y fuerte.
Él no tardó en ponerse en contacto conmigo y señalar el peculiar saludo que nos habíamos dado ese día en la conferencia.
Yo tengo arritmia, y con el saludo y la emoción que me dio verlo, mi corazón emitió un latido fuerte y desfasado.
A él le pareció muy curioso. De todo lo que nos dijimos ese día, se quedó con la sensación de mi corazón latiendo en su pecho al darnos ese abrazo.
(Sí, es súper romántico… y patético a la vez).
Quizá mi arritmia le dio un mensaje equivocado. Creo que pensó que mi emoción al verlo se trataba de un fanatismo que solo había reprimido, y que afloró al tenerlo enfrente.
Sin embargo, se trataba de una condición médica, mezclada con la emoción de ver a alguien que quise mucho y con quien, según yo, no tenía problema en volver a integrar a mi vida. Es más, la idea de una segunda vuelta se volvió una opción para mí.
Pensé solo en las cosas bonitas que habíamos vivido juntos. Particularmente, en un viaje que hicimos a Sudamérica.
Recordé aquella vez, en medio de un concierto en el sur de la ciudad, cuando me compartió algo hermoso e íntimo sobre su familia.
Pensé en una de las madrugadas más divertidas que pasamos en un hotel —también en Sudamérica— cuando casi incendiamos el lugar por un descuido en la cocina. Se activaron las alarmas contra incendios, nos moríamos de risa, y yo corrí con la sartén de comida a esconderla en el baño.
Ese viaje se había convertido en la promesa de una relación bonita que nunca llegó a su punto de cocción. Sumado a eso: promesas de casamiento, promesas de lealtad… que no se cumplieron.
Había, latente, una tensión en nuestra relación. Discreta, sí, pero constante. Una tensión que nos ponía a la defensiva; una necesidad de medir lo que decíamos, porque su ir y venir dejaba la relación —y la confianza— pendiendo de un hilo delgadísimo.
Era como si la sensación de abandono nos acompañara como un fantasma en cada salida, en cada mensaje.
Claro que no todo el crédito es para él. A mí me desquiciaba esa inconstancia, ese vaivén entre el respeto y el irrespeto, entre el amor y el desprecio, entre los berrinches silenciosos y las horas compartidas. Algunas de esas horas pasaban en absoluto silencio, sin dirigirme la palabra. Otras, con sus constantes críticas a mis muletillas verbales, a “las groserías” con las que me encanta aderezar el lenguaje cuando ya entro en confianza.
Ambos nos criticábamos constantemente. A mí eso me hacía sentir insegura, a la defensiva, a la expectativa.
Ojalá ambos hubiéramos estado menos heridos. Ojalá hubiéramos sido más tolerantes, más claros, menos indiferentes.
Seguramente, si hubiéramos sido más inteligentes emocionalmente, nos habríamos dicho —de forma más honesta, más cariñosa— que sí. Que sí nos moríamos por esa historia de amor, por los cuidados, por vivirnos como pareja.
Pero estábamos demasiado ocupados cuidándonos de no cagarla, de no lastimarnos, de pretender ser perfectos.
Y así nos la pasamos: señalándonos los defectos. Hasta que esos defectos dejaron de ser detalles molestos… y se volvieron insoportables.
A mí, este chico, me seguía encantando de muchas formas. Pero en la segunda vuelta, comenzó a portarse antipático, con desdén hacia mi persona. Y para mí, las relaciones son mitad sentimiento y mitad decisión. El mantenimiento es fundamental porque el amor, aunque intenso, no es suficiente alimento para una relación. Nadie ha construido imperios solo con amor; hay que invertirle mucho de uno mismo. Y no todos están dispuestos a pagar esos precios tan altos.
Llegué a dudar de lo que estaba pasando. Pensé que, como hacía mucho que no salía con seriedad con alguien, tal vez solo estaba oxidada en cuanto a relaciones.
Sin embargo, había una respuesta de mi parte, una mala respuesta, que me volvía defensiva, evasiva, vulnerable, irascible y con poco tacto. Así que, entre los dos, echamos a perder lo que parecía una relación de ensueño, no solo para nosotros, sino para quienes nos conocían.
Los pocos que supieron de nuestra mini historia de amor, se notaban emocionados por la posible relación.
Con el paso de los días, hubo una conducta que él repetía una y otra vez en nuestro desnutrido y pequeño lazo. Parecía que, con su indiferencia hacia mis mensajes, llamadas y peticiones para vernos, me quería hacer notar que tenía más opciones que esta relación. Había un ir y venir, cambios de humor, que mi terapeuta interpretó como «Refuerzo Intermitente”.
Una y otra vez, el vaivén entre muestras de cariño y rechazo se repetía, causando una tensión que ponía nuestra paciencia al límite.
Para no continuar con la misma dinámica horrible, lo confronté con la temida pregunta: «¿Para qué me volviste a buscar? ¿Por qué me escribes todos los días diciéndome ‘mi amor’ o ‘corazón’ y luego, en vivo, me tratas mal?”
La respuesta fue simple, contundente y dolorosa. Él solo quería saber qué marca de maquillaje usaba para quitar el brillo de la cara. Sí, como lo lees, todo el ritual tipo reconquista fue solo para saber mi marca de maquillaje. Hilarante, ¿no?
Cuando le aclaré que los intros románticos eran innecesarios y que podía acercarse sin palabras vacías o diseñadas para parejas, comenzó a justificarse, diciendo que solo era «amable». Sabía perfectamente lo que estaba haciendo y el efecto que quería causar. Solo quería ser indiferente a sus propias acciones y a las decisiones de las que no quería ser responsable.
Confrontarlo fue la gota que derramó el vaso. Para mí, es difícil llevarme así con los exes o incluso con mis amigos hombres. Ninguno me dice «mi amor» o «mi vida», ni está pegado al teléfono conmigo todos los días. Y por supuesto, ninguno aplica este comportamiento tan ambivalente de tratarme bien, pero a la vez tratarme mal.
Les cuento estas experiencias porque, en una de ellas, la parte “profesional”, el alto mando de la disquera fue indiferente ante un evento que habíamos creado en conjunto. Me dejó a la deriva, pero tuve la fortuna de contar con el apoyo de muchas personas con quienes logré sacar el evento adelante.
La otra, la experiencia amorosa, me dejó en la posición contraria al interés. Me convertí en la persona que muestra su indiferencia como el único acto con el que puede comunicar algo, porque me equivoqué al poner expectativas donde no había. O al menos, eso fue lo que entendí. Y porque, tras la confrontación, me quedé sin derecho a réplica.
Quise contarles esto porque estoy segura de que muchos de ustedes han vivido situaciones similares, tanto en lo profesional como en lo personal.
La indiferencia como acto de violencia no solo se ha convertido en una respuesta ante lo que no nos interesa, sino que se está arraigando como un rasgo de personalidad; un rasgo común en todas las personas que tienen poder.
Llevo toda la mañana pensando en la indiferencia que mostraron los organizadores del festival AXE CEREMONIA, y en la indiferencia de algunos de mis colegas, amigos y compañeros de medios de comunicación. Me entristece profundamente ver los comentarios donde se justifican y donde dicen que no pudieron hacer nada más que seguir con la cobertura.
Me pregunto, de manera seria: ¿En qué México viven? ¿Dónde crecieron? ¿Cuál es su sistema de valores? ¿Dónde fue su formación universitaria? Y, sobre todo, ¿tomaron alguna clase de ética profesional?
Inicié un hilo (sin querer) poniendo un comentario en una publicación que lleva varios miles de likes. Hablé sobre mi postura ante la indiferencia que hubo por parte de algunos medios de comunicación y compañeros reporteros, ante lo ocurrido en el festival.
Hubo comentarios de todo tipo, desde los que decían que estaba reaccionando mal al trabajo de Bere y Miguel (a quienes no conocí) y de quienes lamento profundamente que ya no estén aquí.
En mi reflexión sobre lo sucedido, hablé directamente de la indiferencia de los medios de comunicación y de los compañeros reporteros, quienes, lejos de informarse sobre lo que ocurría en el festival, siguieron con la cobertura del evento en las redes sociales de los medios para los que trabajan, y en sus propias redes sociales personales.
Como respuesta a mi comentario, hubo posturas que me dejaron con la boca abierta. Algunos defendían el festival, y decían que los organizadores no podían hacer nada, que era mejor no alterar a las masas.
Hasta quienes dieron su versión sobre información ambigua en el media center del evento, o que dijeron que se cayó la red, como si el sistema cayera en las elecciones que se robó Salinas. Como si para enterarse de lo que sucedía en el festival necesitaran de la red. También hubo quien se atrevió a decir que no tenían contacto con el exterior, que no sabían lo que pasaba adentro.
No hay justificación para seguir con una celebración, cuando dos personas han perdido la vida.
No hay justificación para seguir subiendo material del festival a las redes de los medios acreditados, solo porque el festival aún no ha emitido un comunicado.
Quienes están frente a una cámara o tienen el poder de un micrófono, están obligados a humanizarse ante estos sucesos. Están obligados a denunciar desde sus trincheras. Así lo prometieron en sus tomas de protesta cuando se graduaron de la universidad.
¿Dónde está la ética profesional de los medios de comunicación y de los nuevos medios acreditados? De verdad, ¿trabajan con periodistas? ¿Les ofrecen condiciones laborales seguras? ¿Hay un contrato? ¿Los tienen dados de alta en el IMSS? ¿Estos medios pagan impuestos? ¿Pagan salarios? ¿Y sí, sí, de dónde viene ese dinero? ¿O solo trabajan con gente que no tiene experiencia y que está buscando tenerla? ¿Son abusadores disfrazados?
Como periodista, me ha tocado cubrir muchos festivales, a nivel local, nacional e internacional. He tenido la dicha de cobrar bien mi trabajo. También fui esa Bere, y también lo fue Miguel. Busqué ganarme un lugar en la industria hace dos décadas e hice cosas gratis. Pero aquí hay tres cosas grandes que entender:
1.- La cultura de los «nuevos medios» está enfermando la profesión. Actualmente, tener seguidores y hacer preguntas chistosas te convierte en un medio de comunicación. Muchos de estos «nuevos medios» salieron del ingenio y de los seguidores comprados. Muchos creen que ser periodista, editor, camarógrafo o fotógrafo es algo que cualquiera puede hacer. Se llevan el crédito de personas como Bere y Miguel, quienes sí estudiaron, tienen pasión y, sobre todo, son profesionales. Así, los nuevos medios digitales crecen en imagen gracias a gente profesional y chingona, que como pago recibe una acreditación al evento, y si tienen suerte, a veces un “gracias».
2.- La profesionalización está monopolizada. La cultura de los medios de comunicación en nuestro país está enferma, está monopolizada por grandes compañías que venden los boletos y dan las acreditaciones a quienes, bajo el criterio de los seguidores en redes sociales, les generen más vistas. He visto crecer de la nada a influencers, a ex ingenieros y analistas de datos como host de «nuevos medios». Los he visto tener carpas en los media center de grandes festivales por la cantidad de seguidores que tienen, o porque se llevan bien con la esposa del que da las acreditaciones. Los he visto con tristeza hacer las mismas 5 preguntas a todas las bandas que visitan las carpas de los festivales. Los he visto danzar como niños, nerviosos, porque no llevaron una clase de respiración y locución, los he visto intimidarse porque están más preocupados por caerle bien al manager o al artista que por escuchar de verdad el EP o el disco que promociona quien va a una entrevista.
3.- La rivalidad entre los nuevos medios. Hay una genuina competencia entre estos “nuevos medios” que destacan más sus seguidores que el contenido. Una rivalidad que, para quienes entendemos el medio y la comunicación, sabemos que es inexistente. Para quienes amamos con pasión el ejercicio periodístico, podemos locutar, escribir, ser hosts en medios deportivos, políticos, culturales o en cualquier estación, sin importar el género musical.
Esa es la diferencia. Muchos nuevos medios se acreditan solo para ver a sus artistas favoritos, como un capricho personal, buscando likes o una foto para redes sociales. Van a cubrir eventos, pero sin saber cómo hacerlo. Van porque tienen la acreditación, pero no la pasión. Por eso no pueden ser tomados en serio. Los que elegimos la vida periodística como nuestra forma de vida lo hacemos por vocación, por el deseo genuino de comunicar.
Hay un problema gravísimo de percepción de la realidad, una confusión enorme sobre el papel que estos personajes juegan en la industria. No entienden que, al seguir la teoría de los mass media, como «El medio es el mensaje», deben centrarse en el contenido, no en la imagen personal. Se colocan a sí mismos como estrellas de rock, creen que encarnan el personaje virtual que representan en las redes sociales. La diferencia es abismal entre ser el medio y ser la estrella. Esta confusión ha dado como resultado que ahora haya influencers, hosts y personas que se creen el mismísimo medio de comunicación.
Por un lado, tenemos una situación muy negativa: los organizadores del festival decidieron continuar con el evento a sabiendas de que las estructuras no eran seguras. Prefirieron perder dos vidas y arriesgar a los asistentes antes de cancelar. Aunque no había señal, pudieron haber abierto los micrófonos y, con las enormes bocinas del escenario, guiado a la gente para desalojar el parque. Pero decidieron continuar con el festival, por supuesto, para no perder dinero.
Y por otro lado, están los nuevos “profesionales” de la comunicación: aquellos que, a pesar de saber lo que había sucedido, decidieron quedarse callados, ir a ver a los headliners, llorar en el coro de alguna canción y subirlo a redes sociales. Son los mismos que no investigaron, los que dicen que no tenían red, que hubo información ambigua, o que no estaban en la zona donde ocurrió la tragedia, pero también la celebración. Son los mismos que ayer se quedaron sin criterio y siguieron con la cobertura del festival, pero hoy replican el tibio mensaje de Mr. Indie, enfermos por likes, fama y reconocimiento.
Supimos los nombres de los fallecidos hasta la 1:30 a.m. del domingo. Aquellos que replicaron la información en sus historias de Instagram, pero que subieron videos de quien cerró el festival, ¿dimensionan la incoherencia de esa acción?
Este lamentable suceso debe ser el punto de partida para quienes formamos parte del show business, para hablar, dialogar y generar las condiciones laborales que necesita el periodismo y el fotoperiodismo. Debemos regular el pago por el trabajo que hacemos, para que la seguridad social de los periodistas freelance sea parte de las políticas públicas del gobierno en materia laboral. No debemos olvidar que hay muchas Beres y muchos Migues que quieren trabajar y necesitan un pago justo por su excelente trabajo profesional. Pero, sobre todo, debemos recordar que quienes tenemos el privilegio de vivir de lo que nos apasiona no podemos ser indiferentes y debemos diferenciar entre una acreditación y la deshumanización.