Afuera, Cuernavaca

Por Joel Ossorio

Nos conocimos en una clase de Diseño Gráfico Contemporáneo, un miércoles con el sol de Cuernavaca colándose por las ventanas altas del salón 10. Ella llegó tarde, con una camiseta rota de Sonic Youth y olor a cruda, yo ya estaba sentado, medio dormido, pensando en cómo iba a justificar la entrega que no había terminado. Se sentó a mi lado, así no más, sacó su libreta y se puso a dibujar la palabra “sangrar”, con un trazo tembloroso. 

—¿Tienes una hoja? —me dijo sin mirarme. 

Se la pasé, no hablamos más. Después de eso supe que se llamaba Natalia, que le temblaban los dedos al fumar, y que, además era buena para inventarse cualquier clase de discurso sobre por qué las serifas eran una especie de opresión colonial. Ese semestre todo nos pasaba al mismo tiempo: fiestas, exámenes, el calor húmedo que lograba dejar marcas en las mochilas, los profes que hablaban de la Bauhaus como si hubiera pasado la semana anterior. Natalia dibujaba en su cuaderno con los audífonos puestos, y algunas veces cantaba bajito sin darse cuenta, We Are the People, la misma, cada vez. 

Empezamos a salir por una tarea de diseño editorial, pero la excusa se logró disolver muy rápido, nos íbamos a la tienda de doña Chona, una señora que tenía un bar clandestino detrás de la universidad. Era un lugar muy peculiar, había cuatro mesas de lámina y sus sillas, lo importante ahí es que bebías caguama entre los gallos de la doña. Ahí hablábamos de cosas estúpidas: de lo feo que era el logo de la escuela, que si el cuerpo podría acordarse del amor o roce de los demás, o que si llegáramos a conocer un extraterrestre. 

Nada, fue apresurado, en realidad, solo pasó. Como una línea reta que de pronto se comienza a curvar sin ninguna explicación. Después de ese peda, empezamos a pasar más tiempo juntos, sin decirlo, íbamos pegando. Diseñábamos juntos en la biblioteca vieja del campus, entre sillas incómodas y ventiladores que estaban a punto de caerse. Ella siempre usaba lápiz, inclusive en las entregas digitales antes bocetaba en su cuaderno. Decía que necesitaba sentir el trazo antes de comenzar a digitalizar. 

Los viernes íbamos al Jardín Borda, caminábamos entre los amplios pasillos y sus jardines. A veces, nos sentábamos en la fuente seca, ella sacaba una libreta y dibujaba manos, siempre manos, yo me dedicaba a recrear los paisajes, dibujaba mis manos sosteniendo el lápiz o me pedía que extendiera los dedos y luego los copiaba con líneas que hasta parecían inseguras. Por molestarla, le decía que dibujaba feo, ella me aventaba la pluma pero sin dejar de sonreír, eso era lo más especial de estar juntos, no dejábamos de reír.  

Otra ocasión fuimos al Robert Brady, hacía mucho calor, el aire olía a humedad y cloro. No detuvimos frente al cuadro de Frida, lo observamos detenidamente, ella me dijo que los colores estaban bien cuidados, que Frida en ese cuadro había tenido especial cuidado de no mostrar su dolor, pintando una belleza. Me abrazó por detrás. Fue la primera vez que sentí que tal vez eso era amor, pero todavía no me atrevía a pensarlo así.  

Comíamos tortas de milanesa en el parque Revolución, el que siempre tenía parejitas de adolescentes. Hablábamos de nuestras familias, como si no fueran nuestras. Las criticábamos. Ella decía que la suya era como una caricatura, yo que la mía solo me depositaba dinero y ya.

Cuando llegó la primera entrega de diseño gráfico contemporáneo, pasamos la noche anterior en su depa, hacía calor, el ventilador empujaba aire caliente, hacía lo que podía. Ella traía una camiseta blanca y shorts, estábamos tirados en el suelo, revisando referencias de artistas que no entendíamos. Habíamos tomado dos caguamas, estábamos rozando la frontera de lo tierno y lo salvare. 

Y entonces pasó. Como cuando algo se viene cocinando desde hace semanas y de pronto es momento. Nos besamos primero como jugando, después como si nos doliera hacerlo. Ella se subió encima de mí, con la música distorsionada sonando de fondo. Me pidió que le quitara los shorts, me mordió el cuello. La camiseta salió volando. EL calor se volvió líquido, los cuerpos se buscaron con el hambre de dos universitarios calientes, como si hubiéramos estado esperando esto todo el semestre. Cogimos en el colchón sin sábanas, al terminar, nos miramos como si no supiéramos si debíamos decir algo. 

No dijimos nada. 

Algo cambió, no lo hablamos, ni tampoco nos miramos distinto. Solo fue algo distinto, la cercanía era más. Seguíamos yendo a clase, comíamos en la misma cafetería, hacíamos los chistes más tontos sobre la fuente tipográfica de los carteles institucionales, pero en los descansos, nos tocábamos más. La mano en la espalda, el dedo que roza la rodilla, en las escaleras del edificio 5, en el descanso me empujaba contra la pared solo para besarme unos segundo santes de entrar a clase. Yo fingía normalidad, pero el corazón me retumbaba hasta en las pinches muelas. 

Una noche fuimos a una fiesta en casa de unos güeyes de séptimo semestre, también diseñadores. Todos se conocían, nadie se escuchaba. La música retumbaba, la cerveza sabía a cuando está a punto de quemarse. El patio estaba lleno de colillas y cuerpos recargado en las paredes. Ella bailaba descalza, yo la miraba. Me invitó con la mano, como si fuera una escena de un videoclip, y entonces empezó “We Are the People”. Bailamos como si la canción nos llevara, diciéndonos: ustedes dos, dense. Su cuerpo contra el mío, su boca en mi oído, mi mano en su cintura. A nadie realmente les interesaba mirarnos, pero si lo hubieran hecho, habrían sentido la verdadera envidia, porque por unos minutos, fuimos el centro del universo, como si todo —la música, los años que vendrían después— nos estuviera mirando. 

Después nos subimos a la azotea, nos sentamos junto al tinaco, prendimos un cigarro para cada quien, comenzamos a ver las luces de la ciudad, la que parecía un sueño, una eterna primavera. Me recosté con la cabeza en su muslo, me acarició el palo. No hablamos. Pasó un rato, perdí la noción del tiempo, cuando bajamos, la fiesta ya había terminado, la gente estaba dormida en sillones, había botellas vacías, ya todo mundo estaba muy pedo. Ella me jaló del brazo, fuimos para el baño, nos encerramos. Nos besamos, me bajó el pantalón y me senté en la taza, ella se subió a mis piernas. Me clavó las uñas en la espalda. Cogimos ahí, con la música todavía retumbando en los azulejos. 

Salimos, haciendo como que nada había pasado. Pero nos temblaban las manos.  

Los días siguieron, había unos muy largos en la biblioteca, comíamos maruchan sentados en el pasto del campus, corregíamos portadas en la Mac de la sala multimedia. Seguíamos cogiendo en cualquier rincón en donde se pudiera cerrar una puerta, pero entre cada beso ya comenzaba a colarse algo raro, una pausa, una frase que ya no se completaba, el cuerpo respondía por costumbre, pero la cabeza empezaba a dudar.

Yo me clavé en la entrega de señalética, ella empezó a trabajar en un mural con alumnos de otras carreras. Decía que era temporal, que eran solo unas juntas, unas ideas, y aunque me gustaba que hablará de su mural, de sus ideas, de lo que hacía, no tenía la capacidad para que no me molestara y pensara que ya no había un nosotros. Llegaba con manchas de pintura en la cara, tenía una energía distinta. Ya no iba a clases conmigo, ya no escuchaba música, yo lo notaba, pero no preguntaba nada.   

Una tarde, mientras comíamos, me dijo que tenía que concentrarse, que quizá era bueno que no nos viéramos tanto porque el semestre estaba pesado. Yo asentí, intentando entender, pero la neta no, no lo entendía o no quería entenderlo. Aun así, la seguía buscando, le llevaba café al mural, me quedaba esperando afuera de sus clases. Cuando salía, ya tardaba. Uno de ellos, un güey de teatro empezó a estar más cerca de ella. Yo quería aparentar que no me importaba, pero sí y un chingo. 

La última vez que dormimos juntos fue por pura casualidad, habíamos tomado en casa de un amigo en común. Ella estaba muy peda, yo también. Me dijo que tenía frío, compartimos la cama. Pasó algo, sí, pero fue como si estuviéramos cansados, cansados de estar juntos o quizá de fingir que había algo. Al terminar, ella se dio la vuelta, la abracé por la espalda, como si quisiera retener algo que ya no estaba. Ella no respondió. A la mañana siguiente, me levanté primero, vi sus libretas, su ropa tirada, su camiseta de Sonic Youth colgada de una silla. El ventilador giraba lento, todo era igual que al principio pero ya había algo destino. Me fui sin despertarla. Afuera, Cuernavaca tenía otro clima, parecía otro lugar. 

Me alejé caminando despacio, sin ninguna prisa, con la resaca aún pegada al cuerpo. Me puse los audífonos, “We Are the People” sonaba distinto, ya no era la misma canción. Ni yo era el mismo que la escuchó por primera vez en aquel salón con olor a sudor y plumones, las calles de Cuernavaca seguían ahí: los árboles, los puestos de jugos, los locales de tacos acorazados. Pero el centro del universo se había movido, ya no éramos nosotros.