A las nueve de la noche, mientras media ciudad cena lo que puede y la otra lo que sobra, las pantallas siguen diciendo que todo va bien. Que el país crece, que los empleos abundan, que el dólar se comporta y que los que protestan —esos que gritan desde un mural, una marcha o una tumba— están exagerando.
Las noticias llegan editadas al milímetro: tono neutro, sonrisa calculada, palabras medidas para no incomodar a nadie con poder. Pero detrás del cristal y del guión, hay un olor rancio: a reuniones cerradas, a manos manchadas de tinta vieja, a pactos firmados sin testigos. Los medios reparten el espectáculo: unos dramatizan cada segundo como si todo estuviera por colapsar; otros aplauden hasta el silencio de la presidenta. Nadie informa: cada quien vende su versión.
Lo que parece noticia es, muchas veces, un libreto. Un guion escrito con tinta de intereses. Una obra montada por escritores sin rostro que reescriben la historia de México cada noche para que parezca menos trágica, o más devastadora; más vendible, más útil para quien manda o para quien paga.
Esta semana, la mecha la encendió Manuel Pedrero, quien publicó una serie de audios atribuidos a la esposa del expresidente Ernesto Zedillo. El contenido circuló rápido. Las reacciones, divididas, también.
Subió unos audios que lo cambiaron todo, o al menos eso pareció por unos minutos. La voz de Nilda Patricia Velasco, esposa de Zedillo, dialogando con quien se presume es parte del crimen organizado. Una voz que no sorprende, porque retrata exactamente el régimen del que proviene.
Zedillo: el tecnócrata de Harvard, el gerente de la catástrofe. El que vendió los ferrocarriles como si fueran chatarra. El que convirtió la deuda privada de los banqueros en FOBAPROA, la cuenta que seguimos pagando tú, yo y millones más. El que miró hacia otro lado mientras se masacraba a 45 indígenas tzotziles en Acteal. El que privatizó hasta las cortinas del Palacio Nacional y luego se fue a dar clases a Yale, donde enseña cómo hundir un país y salir ovacionado.
Hoy, ese mismo personaje dice que “México tiene que caer para que aprenda”. Como si no supiera que este país ya se ha caído mil veces y que cada vez que intenta levantarse, alguien vuelve a ponerle el pie en el cuello.
Y mientras ese escándalo crecía, otro explotaba: los #TelevisaLeaks, una serie de mensajes, videos y documentos revelados en el noticiero de Aristegui. En ellos se muestra cómo Televisa, esa vieja fábrica de ilusiones, redactaba discursos y campañas, construía personajes, destruía reputaciones. No solo era televisión: era gobierno. El guionista detrás del guionista.
Esto no debería sorprender a nadie. Conocemos al PRI, conocemos a Televisa. Sabemos de su control de medios, de sus pactos en lo oscuro, de sus vínculos con el narco. Son los mismos que se disfrazaron de patria, que vendieron telenovelas como historia oficial, que sexualizaron niñas en horario estelar mientras callaban matanzas y torturas. Los que convirtieron a reporteros en voceros, y a la verdad en una telenovela donde el villano siempre era el pobre.
El problema no son las fake news. El verdadero problema es que ya no sabemos qué sí es verdad. Porque nadie cree en nadie. Y cuando la mentira se vuelve rutina, hasta la verdad suena sospechosa.
Hoy tenemos un periodismo fracturado: los de un bando insultan desde Twitter, los del otro se disfrazan de activistas. Unos cobran del gobierno, otros de empresarios peores que políticos. Unos se graban entregando sobres, otros graban filtraciones para ganar seguidores.
Y en medio estamos nosotros: los que leemos, los que dudamos, los que no tenemos certezas pero no se comen el plato sin saber quién lo cocinó.
Porque la manipulación mediática en México no necesita inventar nada: le basta con callar lo que incomoda. Es más eficaz el silencio selectivo que el escándalo montado. Más fácil mostrar estadísticas que vidas. Más útil hablar del “clima electoral” que del clima real que viven los desaparecidos, los desplazados, los que habitan esta realidad.
Y todo esto ocurre en temporada electoral: ese carnaval de cinismo donde los abrazos ensayados y los discursos reciclados se multiplican como plagas. Donde se intenta revivir al PRI. Donde todos los partidos parecen versiones corregidas del mismo manual sucio. Y donde el poder judicial, lejos de impartir justicia, parece más ocupado en elegir de qué lado caer mejor parado cuando pase el temblor.
Unos creen que los audios son reales. Otros creen que son cortina de humo. Unos celebran a Aristegui. Otros la tachan de peón del viejo sistema. Todos tienen algo de razón. Nadie tiene todas las pruebas.
Lo que es seguro es que vivimos tiempos peligrosos. Tiempos donde el enemigo ya no lleva uniforme ni se esconde en cuevas. Hoy tiene WiFi, cámara HD y un equipo de redes que sabe manipular emociones como antes se manipulaban encuestas. Hoy el enemigo puede estar en la pantalla… o en el teleprompter.
Y por eso, aunque sea confuso, aunque todo parezca manipulado, hay que seguir leyendo, escuchando, dudando. Porque el día que dejemos de hacerlo, el guion lo escribirán sin que nadie los cuestione.
Ese día, el teleprompter del Diablo ya no necesitará actores: bastará con nosotros como extras de nuestra propia tragedia.