Estética

Paulina Rojas Sánchez

─¿Cómo te lo corto?

Preguntó mientras rociaba agua con una botellita rojo transparente y pasaba el peine por el cabello largo, lacio. Ya mojada, la melena se convertía en tiras gruesas café oscuro. No era un cabello especialmente bonito, pero tampoco necesitaba urgentemente un tratamiento de esos que llevan ampolletas y miles de lociones para antes, durante y después del baño.

La estación de corte tenía todo lo indispensable: un carrito metálico en el que puso la botella para el agua, cepillo para los cabellos más enmarañados, dos peines: uno con coleta larga para dividir y formar mechones simétricos con el pelo; y otro para desenredar nudos difíciles, pinzas negras, escobilla de cerdas suaves y blancas con olor a talco…

─No sé. Supongo que así como lo traigo pero quítale la orzuela.

No es que para Inés ir a la estética fuera algo tormentoso, sólo que nunca sintió mucho interés por tipos de cortes y diseños de caras. Degrafilado, en capas, corte Bob… todo parecía tan complejo. Siempre pensó que con cortarlo parejo por debajo de los hombros le iba bien. Podía peinarlo con una cola completa en tiempo de calor, cubrirse las orejas para el frío y en eventos especiales, solía recoger dos mechoncitos a la altura de las sienes.

─Si te quito un poco de volumen a los lados y te saco un fleco lateral, podemos realzar tus pómulos y ojos, que es la carta fuerte de tu rostro. 

La estilista empezó a cortar con seguridad de experta. Inés nunca supo si en algún momento aceptó el corte o si sólo fue una conejilla de indias. Lo que sí sabía es que nunca había estado tan cerca de alguien como “ella”. La veía en el reflejo del espejo, sabía que antes había sido un hombre, pero le parecía que a menos que te pararas muy cerca podrías notarlo. Ni yo en mi juventud me vi así, pensó mientras sumía el vientre extrañando aquellas épocas juveniles de novios y minifaldas. ¡Qué cara tan bonita tiene! ¿Será real su nariz? De pronto, sus orejas comenzaron a calentarse y enrojecerse. Cerró los ojos.

La tarde había estado floja. Para ser sábado, debió haber tenido al menos cinco cortes más. Le preocupaba que se acercaba el final de mes y aún no juntaba la mensualidad del crédito que solicitó al banco. Luisa pensó que necesitaba hacerse más promoción, quizá unos volantes funcionarían. Por lo pronto, un buen corte siempre es una buena recomendación. La señora le pareció agradable y aceptó sin chistar su sugerencia.

─Eres nueva en la colonia, ¿verdad? ─preguntó Inés y al instante se arrepintió. No quería que la señorita pensara que la estaba investigando o que sólo estaba ahí por el chisme. Finalmente, cada quién ¿no?

─Sí ─contestó Luisa mientras separaba un mechón que caía en la frente de la señora. Lo alzó con un movimiento rápido y certero, como si se tratara de una pintora que por fin ha tenido la gran revelación artística. Cortó con decisión, perpendicularmente. Algunos cabellos cayeron al piso y otros se quedaron atorados entre los dedos gruesos y largos de la estilista.

─Hace dos semanas abrí la estética. Antes trabajaba en un estudio de esos para gente rica, en Zona Rosa. Pero ya ves como son las cosas ─dijo sin apartar la vista del cabello. 

Inés notó un halo de tristeza en la voz de la muchacha. Se sintió avergonzada y cambió de tema.

─Creo que me gusta el corte, nunca hubiera pensado en cambiar de look. Pero mañana que me bañe ya no se va a ver así. Seguro lo hiciste para que tenga que regresar a cada rato a peinarme ─bromeó.

Luisa exageró una carcajada como quién tiene un plan maligno. 

─Me descubriste. Ya sabes, hay que pagar la renta y darle de comer a las criaturas.

Los ojos de Inés se abrieron y sin ningún tipo de filtro dijo: 

─¿Tienes hijos?

─Pero niña, eres muy buena para las preguntas incómodas. La joven movió la silla, se colocó frente a su clienta, tomó su cara con ambas manos, se inclinó un poco como buscando los ojos apenados de la señora y tomó dos mechones que salían por arriba de las orejas, los juntó:

─Perfecto, sólo lo seco y te digo cómo peinarlo para que no tengas que regresar a cada rato. Ya verás que es fácil, ni siquiera necesitas secadora. No, no tengo hijos. Tengo dos gatos, que son como mis hijos. Mira, ahí están.

Inés alzó la vista y en la esquina superior derecha del espejo logró ver una foto. Un joven de gorra roja, delgado y muy blanquito, abrazaba dos gatos.

─¿Eres tú? ─volvió a cerrar los ojos como quien sabe que no puede dejar de ser indiscreta.

─Sí, hace tres años, cuando mis niñas eran bebés. Ahora son gordas y peludas. La de manchas es Clementina, la lisa se llama Marie.

─Pero qué nombres tan aristocráticos. No sé por qué a los perros y gatos ya no les ponen nombres de mascotas.

─No linda, si ahora los animales ya no son mascotas, son la única compañía real que tenemos. Pero mira si soy buena en esto, qué linda quedaste. Vete en el espejo. 

Cambió de tema tan abruptamente, que Inés no pudo pensar bien en eso de “la compañía real”, aunque esas palabras se quedaron rondando en su mente.

Alzó la vista y se vio con detenimiento. Algo que hace mucho tiempo no hacía, ni siquiera al salir de bañarse, cuando sólo daba una mirada rápida y corría a la cocina porque las mañanas en su casa siempre eran tan atrabancadas. La mujer que estaba frente a ella era bonita, no había duda. Se sonrió coquetamente e incluso movió discretamente la cabeza como si fuera modelo posando para una cámara. Le gustaba. Se gustaba. Pero en pocos segundos la sonrisa que empezaba a dibujarse se convirtió en un ceño fruncido y una faz que iba del terror al desconcierto.

─Ay, no. No digas que no te gustó porque no te voy a creer ─Inés seguía sin despegar la vista del reflejo. Ya te dije, que no necesitas mucho esfuerzo para peinarlo.

─No, no es eso. Es que no sé… Es diferente.

Cuando se quedó sola, antes de barrer los cabellos del piso, sintonizó su estación de radio favorita. Tomó la escoba y mientras la balanceaba de un lado a otro, hizo unas cuentas rápidas en su cabeza. Aunque parecía difícil, supo que juntaría el dinero del banco. Le sonrió a las gatitas del retrato, se agachó un poco para recoger la basura y echarla al bote. Entonces pensó: 

─Sí, se veía diferente.