Por Odette Alonso
Cuando el taxi trepó al puente elevado que conduce a la Terminal 2, en el horizonte resaltaba la silueta del Ajusco dibujado por el alba, como si la claridad lo empujara por la espalda. Ya en el aeropuerto, aligerada de peso, paladeo un capuchino —carísimo— con sabor a almendras. Sola en esta mesa, rodeada de extraños, no tengo miedo alguno: soy una isla que puede desearlo todo. Éste es el inicio de cualquier sueño, de todos los sueños. El primer paso de esa andariega que soy. El estado más feliz.
Una hora después me acomodo en el asiento 17A y retomo la lectura de La muerte me da, esa novela —¿es acaso una novela?— de genialidad inenarrable, ese libro maldito de Cristina Rivera Garza. Alguien está matando hombres y castrándolos; echándolos después a cualquier callejón. Alguien está divirtiéndose con ese juego macabro; deja mensajes anónimos que incriminan a Alejandra Pizarnik, a la propia Cristina que es también un personaje de su historia; acaso la protagonista, al menos la testigo ocular, la informante, la descubridora del primer cadáver.
Una alharaca me roba la concentración: mis vecinas de fila hablan sin parar, del marido, de los hijos, del jefe, secretarias, sirvientas, empleados, cremas y maquillajes, artefactos y amenidades para que sus mascotas sean felices, el menaje de sus tiendas, sus acciones 25 % al alza en la Bolsa, según ha consultado en su teléfono de pantalla gigante, casi Ímax, la que tengo más cerca… ¿Tiendas y acciones?… Las observo con más detalle y parecen cualquier hija de vecina. Ya los ricos no se cuidan, murmuro entre dientes.
“¿Y no es eso a fin de cuentas escribir?”, pregunta Cristina, “esa malsana curiosidad de mirar dentro”. De abrir la herida, sentarse en sus bordes con las piernas colgando y observar sus propias entrañas como quien ve pasar un torrente hacia el mar. Dice eso y muchas otras cosas, pero a mi vera las contertulias dicen también tantos horrores de sus respectivos esposos que me pregunto por qué la gente guarda tal rencor a quien alguna vez, supuestamente, amó.
De pronto —¡milagro!, ¡milagro!— a la que lleva la batuta de la inclemente plática se le ha dormido la amiga. Y ella se estruja las manos con ansiedad, no puede concentrarse en la aburrida programación de la tele, me mira de reojo, se para al baño. La abandonada en los brazos de Morfeo abre la boca, hace movimientos como si balbuceara, deja ver adentro de la cavidad la punta endurecida de su lengua. Pero más tardo en alegrarme del silencio, que duró un suspiro, que lo que despierta una, vuelve del baño la otra y regresan a la parloteante cháchara.
Me duermo, arrullada por sus cacareos, y detrás de mis párpados cerrados no sé dónde estoy. ¿Qué blanditud es ésta? Floto entre nubes que no veo. ¿Soy Cristina, la Mujer Increíblemente Pequeña, la Detective? ¿Soy Pizarnik, la Viajera del Vaso Vacío, la asesina de los hombres castrados o el limpiador de ventanas con su misión de que “los encerrados puedan tener una visión más clara del exterior”? Veo una lágrima surcando mi mejilla, una estrella solitaria como la del triángulo rojo de la bandera, una burbuja que se rompe. Veo, como en el viejo danzón, una manita blanca que me dice adiós. Un avión que se desploma y luego la paz más absoluta. Oigo, a lo lejos —o “a lo dentro” o “a lo fuera”— el llanto insistente de un recién nacido. Me llega aquel olor a musgo, a gruta fresca.
Hay versos que se van tan pronto como vienen, sensaciones que son indescriptibles. Esta avidez por alcanzarlo todo. No quiero abrir los ojos, no quiero despertar a pesar del frío en los pies, frío en el paladar, maldito frío. Pero cuando lo hago, hay filigranas de hielo en el vidrio de la ventanilla: arañas, mujercitas voladoras, un hipocampo, la pluma de Forrest Gump, un hombre que le dispara a otro, un Cristo y un diablo con su cola, ángeles dibujados por el trazo de un niño.
En pleno cielo, a lo lejos, unas tras otras, otras navecitas van dejando estelas veloces, blanquísimas, en sentido contrario. La siguiente se monta sobre la anterior. En mi cabeza suena una canción de ABBA. El avión entra al banco de nubes como a una alberca, como si diera un saltito y se abalanzara. Abajo hay mucha nieve, un paisaje ralo color ladrillo húmedo. “¿Qué merece conservarse más que el deseo?”, pregunta Rivera Garza, pero ya estamos arriba de Todo. Ahí está el río y más allá la enorme ciudad, más gris que la grisura. Al fin estamos por llegar.
Odette Alonso es escritora y promotora cultural. Nació en Santiago de Cuba, vive en México desde 1992. Obtuvo el Premio Clemencia Isaura de Poesía 2019, el Premio Nacional de Poesía LGBTTTI 2017 y el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” 1999. Autora de una veintena de poemarios, una novela y dos libros de relatos. Compiladora de Antología de la poesía cubana del exilio (2011) y de Género y sus perspectivas (2022), y coeditora de Versas y diversas, muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea (2020). Creadora y organizadora de los ciclos Escritoras Latinoamericanas y Bulevar Arcoíris en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, y co-coordinadora del proyecto cultural Bulevar Arcoíris.
Fotografía Epigmenio León