40 HORAS ES JUSTICIA

Por Vanessa Mendez

El pasado 1° de mayo de 2025, en México, se conmemoró el Día Internacional del Trabajo. La presidenta Claudia Sheinbaum Pardo y el secretario del Trabajo, Marath Bolaños, anunciaron el inicio formal de las negociaciones entre el sector empresarial y los trabajadores para saldar una deuda histórica con la clase trabajadora: la reducción de la jornada laboral a 40 horas. Propusieron una implementación gradual hasta alcanzar ese objetivo en 2030, alegando que dicha medida busca evitar un “impacto económico adverso”.

Sin embargo, desde el momento del anuncio, las resistencias no se hicieron esperar. Algunos sectores empresariales y legisladores —cómodamente instalados en sus privilegios— alzaron la voz para frenar el avance de esta reforma en favor de los derechos laborales, invocando un supuesto “bienestar general”, la economía y la estabilidad de las empresas… pero no el bienestar de quienes sostienen al país con su trabajo.

No olvidemos lo que representa el 1° de mayo. Este día es memoria viva de lucha, de dignidad obrera, de exigencia por lo elemental. Fue en 1886 cuando un grupo de hombres y mujeres, conformado por organizaciones obreras, sindicalistas y anarcosindicalistas, alzó la voz por mejores condiciones laborales. “Ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas de recreación”, exigían. Pero fueron brutalmente reprimidos por el Estado y por grupos acomodados. Hoy, en algunos registros, se les reconoce como los Mártires de Chicago.

Hoy, en plena era de la tecnología, a quienes piden mejores condiciones laborales se les niega ese derecho. ¿Desde cuándo descansar, pasar tiempo con nuestras familias, cuidar la salud física y mental, o estudiar, se volvió un lujo? Como han dicho compañeras y compañeros de lucha: la justicia debe ser inmediata y expedita.

A lo largo de la historia, ningún derecho laboral ha sido concedido voluntariamente por el mercado ni por quienes detentan el poder. Cada avance ha sido fruto de la lucha colectiva. En México, los hermanos Flores Magón impulsaron estas exigencias desde principios del siglo XX: jornada de ocho horas, descanso dominical, salarios justos. Sus ideas se plasmaron en la Constitución de 1917, que se presume como vanguardista, pero que en la práctica rara vez se cumple de forma sistemática.

Llevamos más de 100 años sin una transformación de fondo en las condiciones laborales del país. Persisten jornadas extensas, salarios insuficientes, enfermedades asociadas al trabajo, estrés crónico y precariedad normalizada.

México es la decimoquinta economía más grande del mundo, según el ranking del Fondo Monetario Internacional (FMI). Sin embargo, a pesar de su tamaño económico, la realidad social es preocupante: según datos del CONEVAL de 2022, alrededor del 56 % de la población mexicana tiene un ingreso inferior a la línea de pobreza por ingresos. Esto significa que más de la mitad de la población no gana lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas como alimentación, vivienda y otros servicios esenciales.

En el ámbito laboral, persisten prácticas cuestionables por parte de muchas empresas. Es frecuente —incluso parece ser la norma— que busquen evadir sus responsabilidades fiscales y laborales, perpetuando así la precariedad. Contratan a trabajadores bajo esquemas informales, por honorarios o de forma eventual, con el objetivo de eludir prestaciones de ley como seguridad social, aguinaldo o vacaciones. Al mismo tiempo, evaden el pago de impuestos que deberían destinarse al bienestar social.

Las 40 horas son un asunto urgente, que no puede esperar. México, a pesar de ser uno de los países con mayor número de horas laborales al año, ostenta una de las tasas de desigualdad más altas del planeta. Esta contradicción entre el esfuerzo de la clase trabajadora y la concentración de riqueza en manos de unos pocos es insostenible. Este modelo económico exige una reflexión profunda y colectiva sobre la justicia laboral y fiscal. No es admisible que, en una de las economías más importantes del mundo, millones de trabajadores vivan en condiciones de explotación y desprotección.

El hecho de que una parte significativa de la fuerza laboral esté contratada bajo esquemas que evaden derechos, y además perciban ingresos notablemente bajos, demuestra que la precariedad y la informalidad no son accidentes, sino estrategias sistemáticas que benefician a los empleadores a costa del bienestar y la estabilidad de quienes trabajan.

Si la riqueza no proviene del valor real del producto o servicio que se ofrece, ni sirve para mejorar la vida de quienes lo producen, entonces el verdadero negocio no está en lo que se vende, sino en la explotación de las y los trabajadores.

Porque 40 horas no se negocian.

Es una demanda urgente para avanzar en el bienestar del país, reducir la desigualdad y fortalecer la competitividad económica.

Las 40 horas son, sobre todo, un acto de dignidad.