La rabia arde. A veces con razón, a veces sin brújula. Hay gente que cree que odiar es ser radical. Lo descubrí en una conversación reciente sobre Greta Thunberg, a propósito de su detención tras intentar cruzar en una embarcación hacia Gaza. Mi interlocutor, con agudeza crítica pero también con un filo peligroso, me decía: “Ojalá Israel la tratara igual que trata a su enemigo y la matara…”. Justificaba su deseo en un acto de coherencia. Lo soltó como si fuera un pensamiento lógico. Como si fuera justicia poética que una chica blanca, europea, privilegiada, pagara con su vida por tener los reflectores que miles de activistas racializados jamás tendrán.
La frase me sacudió. No por su crudeza, sino por lo que revela del momento histórico que atravesamos: una época donde la necropolítica ha calado tan hondo que incluso entre quienes critican el sistema, se normaliza desear la muerte como forma de justicia.
Entonces pensé en Gaza, en los cuerpos palestinos triturados por las bombas de Israel, en los niños enterrados antes de aprender a escribir su nombre. Pensé en los migrantes mexicanos y latinos que hoy son detenidos, separados de sus familias y deportados como si fueran desechos. Pensé en las redadas de ICE, en los campos de detención donde el frío corta más que las rejas, en las madres que no saben si volverán a mirar a sus hijos.
Y pensé en Greta. En esa figura incómoda: blanca, europea, con acceso a plataformas que el sur global jamás tendrá. Sí, está respaldada. Sí, su activismo es muchas veces instrumentalizado por las mismas corporaciones que contaminan el planeta. Pero también es cierto que ha puesto su cuerpo y su voz en lugares donde otras personas privilegiadas guardan silencio. Su privilegio existe, claro, pero lo usa para incomodar, para denunciar, para señalar. Aunque su figura está atravesada por contradicciones, ¿por eso deberíamos desear su muerte?
No mamen.
Aquí es donde la discusión se tuerce. Porque cuando dejamos de reconocer el valor de una vida —por más contradictoria que sea— cruzamos la línea de la crítica al fanatismo. Dejamos de confrontar al sistema para replicar su crueldad y sus prácticas.
Lo que une a Gaza, a Greta, a los migrantes, no es solo el contexto político, sino el concepto de vida que el sistema quiere volver mercancía o residuo. Israel decide quién vive o muere en Palestina. Estados Unidos lo hace con los migrantes, en especial, latinos. Nosotros, atrapados en una lógica binaria de pureza revolucionaria, a veces caemos en el error de pensar que hay vidas que merecen la muerte “por coherencia”.
No. Defender la vida no es ingenuidad. Es resistencia ética. No porque la vida sea sagrada por mandato divino, sino porque el derecho a existir no puede depender del cálculo político. Desear la muerte de alguien, incluso del símbolo más blando del capitalismo verde, no nos acerca a la justicia, nos acerca al abismo.
Greta no es intocable. Su figura merece crítica, revisión y debate. Se le puede cuestionar. Pero desear que Israel la desaparezca “para que sea tratada igual que los palestinos” es traicionar la causa de los propios palestinos, que no luchan por morir, sino por vivir con dignidad.
Lo mismo pasa con los migrantes. No están cruzando desiertos para que ICE los trate como a terroristas. Están huyendo del hambre, de la muerte lenta. No piden privilegios, piden ser tratados con dignidad. La rebeldía, si vale algo, no es gritar con odio, es tener el coraje de imaginar un mundo donde la justicia no se cuente en cadáveres, ni se celebre con sangre en los zapatos.
En tiempos donde el odio se disfraza de radicalismo, defender la vida es el acto más revolucionario, y quizá el más punk.