Por Jorge Alberto Ricavar Rivera
El Chapulín Colorado fue una comedia mexicana que catapultó a Chespirito al firmamento del entretenimiento nacional. Solíamos verlo en familia, en esas tardes de ocio después de la comida. La premisa era sencilla: un héroe incapaz de detener absolutamente a nadie.
Entre sus aparatosas entradas triunfales, su capa amarilla y sus ridículas antenas rojas, logró capturar el afecto de todo México. Pero lo que siempre me pareció absurdamente conmovedor era su martillo de juguete: completamente inofensivo, porque era de plástico, pero lo agitaba enérgicamente como si pudiera resolver todos los males.
Hay algo profundamente simbólico en esa imagen. Lo llamo Mexicanitis: nuestra eterna comedia nacional. Hoy, casi un año después de que el nuevo gobierno asumiera el poder, los chapulines que ahora mandan solo han logrado una cosa concreta: concentrar el poder. Todo el poder está en sus manos, aunque, al igual que el martillo del Chapulín Colorado, no parece servirles de mucho.
Ingobernabilidad política maquillada por la falta de personas a quienes señalar como culpables. El desgaste es evidente. Es evidente cuando la presidenta de un país actúa más como una jefa de pandilla que como jefa de Estado. Guste o no, es la presidenta de todos, no solo de los simpatizantes de Morena.
Con métricas adornadas y narcisistas pretenden esconder el estancamiento económico, la inflación en su punto más alto, un plan de seguridad nacional que parece una estrategia de marketing, asesinatos a plena mañanera, la CNTE protestando frente a Palacio, Pemex en quiebra, desabasto de medicinas tan persistente como la falta de empleo.
¿Para esto querían gobernar? ¿No era esto una transformación? Ahora los problemas ya no son culpa del neoliberalismo, sino que son “históricos”. Pero esta crisis trasciende el fracaso tecnocrático: alguien debería avisarle a Morena y a su presidenta que la crisis es política, y no un concurso de popularidad.
Las encuestas pueden insistir con su 85 % de aprobación —por mí que digan que tienen el 99 %—, pero eso sería relevante si en verdad usaran esa legitimidad para algo más que satisfacer caprichos heredados.
Pensaron ingenuamente que repartiendo dinero podrían asegurar votos para una reforma judicial fraudulenta.
Atrapados dentro de su propio engaño, se quedaron como el Chapulín Colorado, repitiendo: “¡No contaban con mi astucia!”
¿Dónde quedan los nueve de cada diez mexicanos que rechazaron la reforma?
¿O solo nos toca reír mientras vemos la tragicomedia de la nueva Suprema Corte del Acordeón?